Cuando El Mal Se Disfraza

Epílogo: Cuando el mal se disfraza

He aprendido, a lo largo de los años, que el mal no siempre viene con gritos ni máscaras evidentes. No se presenta con un rostro grotesco o con ojos que brillan en la oscuridad, como solemos imaginarlo. El mal llega disfrazado de familiaridad, de rutina, de confianza. Se oculta detrás de aquello que creemos seguro, y nos acecha pacientemente hasta que nuestros propios temores, obsesiones o descuidos se convierten en su terreno de juego. He visto cómo destruye lentamente vidas que parecían completas, cómo convierte lo cotidiano en un lugar hostil y cómo transforma a quienes creemos conocer en versiones de sí mismos que no reconocemos.

Mi primer encuentro consciente con esta verdad fue a través de la historia de Peter. Lo conocí por mi trabajo, en la misma oficina en la que él pasaba largas horas, con la apariencia de un hombre común y corriente. Tenía alrededor de veintiocho años, un matrimonio estable, un trabajo rutinario, pero detrás de esa fachada se escondía un abismo. Su esposa, Becky, estaba consumida por la obsesión de tener hijos, y Peter no se sentía listo para asumir esa responsabilidad. Esa tensión, esa presión silenciosa y constante, fue la puerta de entrada para que el mal se infiltrara en su hogar.

El horror verdadero no llegó con violencia inmediata; comenzó con un muñeco, un objeto inocente transformado en instrumento de pesadilla. Lo recuerdo con claridad: Peter describía cómo Becky sostenía aquel muñeco, como si fuera su hijo, hablándole con dulzura y firmeza. Y luego, en un instante que desbordaba lo imaginable, aquel juguete creció hasta convertirse en un niño real, con una mirada que helaba la sangre. La temperatura del aire descendió, y una presencia oscura y palpable llenó la habitación, mientras Becky sonreía como poseída, feliz ante algo que Peter no podía comprender. La forma en que el mal se manifestó allí era casi poética en su perversidad: no atacaba de manera directa al principio, sino que corrompía lentamente, usando la desesperación y la obsesión como su vehículo. Cuando Peter finalmente intentó huir, se dio cuenta de que no había escapatoria. Becky cayó tras él, y el muñeco, su creación maléfica, terminó en manos de una anciana que apareció de la nada, dejando a Peter solo con la culpa y el horror. Ese día entendí que el mal puede ser silencioso, disfrazado de amor, obsesión o rutina, y que incluso las personas que más amamos pueden ser convertidas en agentes involuntarios de su poder.

No mucho tiempo después, el mal adoptó la forma de juventud y normalidad. Me trasladé a Richmond, Virginia, a un instituto donde estudiaba Sophia, una chica que parecía vivir en la rutina típica de un adolescente: escuela, amigos, un amor platónico que la hacía palpitar de emoción y nervios. Pero allí, en el corazón de lo que parecía cotidiano, el mal se escondía en un aula abandonada del cuarto piso. La historia que contaban los rumores era aterradora: una profesora había incendiado aquella clase, atrapando a setenta y seis estudiantes y dejando tras de sí un cadáver con un libro negro que desapareció.

Cuando Sophia y su crush, Robert, subieron al cuarto piso por primera vez, lo que encontraron superó cualquier historia que hubieran escuchado. Dentro de aquel aula, sus compañeros realizaban un ritual con un polvo blanco, un libro negro y un joven levitando que devoraba corazones, mientras las chicas atrapadas gritaban y se contorsionaban en un pánico absoluto. Sophia, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón latiendo a mil por hora, comprendió que el mal podía disfrazarse de normalidad, de diversión escolar, de amistades inocentes. Aquella noche, mientras los gritos se apagaban y los ritualistas desaparecían como si nada hubiera pasado, la realidad quedó clara: el mal no necesita ser visto para existir, solo necesita que los humanos bajen la guardia.

Pero no todo termina con la adolescencia o la escuela. La maldad también se manifiesta en lugares que creemos seguros por su aislamiento. El pueblo de Ravens Hollow, un lugar apartado y olvidado, fue el escenario de otra verdad terrible. Unos compañeros de trabajo viajaron allí para un retiro recreacional, creyendo que era una oportunidad de diversión y descanso. Pero el pueblo tenía un guardián: un asesino que consideraba cada calle, cada casa, cada bosque, como su territorio. Uno a uno, los visitantes comenzaron a desaparecer. Las luces de las casas parecían apagarse cuando alguien entraba en la oscuridad del bosque, los ruidos nocturnos se transformaban en presagios de muerte y los compañeros de viaje se volvieron suspicaces entre sí, sospechando de cualquier sombra o ruido inesperado.

El mal en Ravens Hollow no era evidente, pero era omnipresente. No se trataba de un fenómeno sobrenatural, sino de una criatura humana, perfeccionada por la soledad, la paciencia y la territorialidad. El asesino acechaba en silencio, seleccionando a sus víctimas con precisión, explotando la vulnerabilidad de los que osaban entrar a su mundo. Y ahí entendí otra verdad dolorosa: el mal también puede disfrazarse de normalidad, de hospitalidad, de pueblo tranquilo, mientras espera el momento exacto para consumir a los intrusos.

No todo el mal es humano. A veces viene de lugares que no pertenecen a este mundo. Esto lo descubrí en Winterveil, Alaska, un pequeño pueblo cubierto de nieve donde la vida parecía tranquila hasta que una luz extraña apareció en el cielo. Una científica, fue enviada a investigar aquel fenómeno, acompañada por el sheriff local, un hombre que conocía la calidez y alegría de su comunidad, pero que se encontró con un lugar completamente transformado. Las calles estaban vacías, las escuelas cerradas, los restaurantes abandonados. Solo los adornos navideños recordaban un tiempo feliz.




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