Me gustaba sonreír a la gente al subirme al autobús en las mañanas u olfatear el olor a pan recién salido del horno de la pastelería que está al cruzar la calle Sicomoro. Amaba pasear por la arboleda en las tardes de invierno y observar a los ancianos tomarse de la mano como si de dos jóvenes se tratasen. Vivía encantada de estar rodeada de mi amiga Maya y el serio de Thiago. Que, si Thiago es serio y Maya una lunática, lo son.
Adoraba octubre también, porque es el mes en el que las hojas caen al par de los malos recuerdos que dejó un amargo septiembre.
Pero más me enternecía la estación del año que más encajaba con octubre. El dulce y perfecto otoño.
Yo amaba muchas cosas, pero otoño era tan cálido para mí, que lo disfrutaba con el alma.
Hasta que alguien decidió robárselo y jugar a ser Dios con los dados que me pertenecían.
Mis dados.
Mi vida.
Tan injusto, tan erróneo.
Trece de octubre del dos mil dieciséis: mi perfecto otoño dejó de latir.