La mañana después de su noche compartida amaneció más cálida de lo habitual. Elías se despertó primero, observando en silencio a Camila aún dormida a su lado. Su respiración tranquila, su rostro apacible... jamás había sentido tanta paz. Le acarició el cabello con delicadeza, como temiendo despertarla, pero sabiendo que no podía resistirse al impulso de tocar lo que ahora sentía suyo de una manera nueva, íntima, poderosa.
Cuando Camila abrió los ojos, lo primero que encontró fue la mirada suave de Elías, y en ella no vio al político ni al candidato, sino al hombre. Al que había arriesgado todo por abrirle su corazón.
—Buenos días —susurró él, con una sonrisa tímida.
—Buenos días... —respondió ella, sintiendo cómo se le aceleraba el corazón solo con el sonido de su voz tan cercana.
Se quedaron así, abrazados, durante un largo rato. El sol se colaba por la ventana y dibujaba sombras suaves sobre sus cuerpos aún entrelazados. No era solo la quietud del despertar, sino esa sensación de haber cruzado un umbral invisible.
Después del desayuno, que compartieron descalzos y riendo por las torpes habilidades culinarias de Elías, ambos sabían que el día traería consigo el peso del mundo exterior. Pero también sabían que algo entre ellos había cambiado para siempre. Y esa certeza se transformó en gestos delicados, en miradas más prolongadas, en silencios que hablaban por sí solos.
En el comando de campaña, las cosas se movían con rapidez. Las encuestas mostraban un leve descenso en ciertos sectores conservadores, pero un crecimiento masivo entre los jóvenes y los indecisos. Y las redes sociales estaban comenzando a mostrar una imagen diferente del candidato: humana, vulnerable, real. Las fotos espontáneas, las frases que Camila sugería —menos rígidas, más empáticas— estaban reconfigurando la percepción pública. Elías ya no era solo el heredero de una dinastía política: era el hombre que se atrevía a sentir y a mostrarlo.
Camila llegó al comando después de mediodía, con el cabello aún húmedo y una camisa prestada por Elías. Marina la miró de reojo, sin juzgar, solo curiosa. Nadie dijo nada, pero el ambiente estaba cargado de suposiciones. Algunos murmuraban, otros evitaban el tema. Sin embargo, lo que realmente importaba era que Elías la buscaba con la mirada cada vez que entraba a una sala, y ella respondía a ese gesto con una leve sonrisa que nadie más entendía.
Elías llegó poco después, y al verla, se detuvo. En sus ojos brilló algo más que admiración: era un amor silente, contenido por la discreción, pero evidente para quien supiera mirar. Y aunque no podían abrazarse frente a todos, los pasillos se convirtieron en cómplices, en testigos de roces sutiles de manos, de palabras susurradas, de miradas que se extendían más de lo prudente.
Ese día trabajaron juntos en la nueva línea discursiva. Camila propuso abrir un espacio de diálogo joven en cada acto, y Elías lo aprobó de inmediato. También redactaron una propuesta audaz sobre la reforma del sistema judicial que había sido ignorada por otros candidatos. Hablaron sobre justicia restaurativa, sobre el acceso real a la defensa legal para comunidades marginadas, sobre un país que no solo castigara, sino que sanara.
La pasión política se entrelazaba con la emocional. Donde antes había tensión profesional, ahora había armonía. Eran un equipo, una alianza de mentes y corazones.
Al atardecer, cuando la oficina quedó vacía, Elías se acercó a ella y le tomó la mano.
—Gracias por empujarme a ser más valiente —le dijo en voz baja.
Camila lo miró, con una mezcla de ternura y firmeza.
—Gracias por atreverte a sentir... conmigo.
El ambiente en la oficina del comando de campaña estaba cargado de esa calma tensa que solo se respiraba al final de una jornada larga, cuando las luces se atenuaban y los teclados enmudecían. Camila permanecía revisando las notas del próximo discurso mientras Elías se acercaba con dos tazas de café, su corbata aflojada y el rostro visiblemente agotado pero sereno.
Se miraron sin hablar, como si el silencio entre ellos dijera más que cualquier palabra. Él se sentó a su lado, muy cerca, tan cerca que sus rodillas se rozaban apenas. Hablaron unos minutos sobre ajustes en el mensaje, pero pronto las frases se diluyeron entre pausas largas y miradas sostenidas. Camila bajó la vista por un momento, consciente del calor que le subía por el cuello. Elías, como si leyera sus pensamientos, le apartó suavemente un mechón de cabello del rostro. "Estás cambiando todo en mí", murmuró, con una honestidad que hizo temblar el aire entre ellos.
Camila alzó la mirada y lo encontró tan expuesto, tan distinto al líder que conocía frente a las cámaras, que no pudo resistir. Fue un gesto natural, inevitable. Sus labios se encontraron en un beso contenido al principio, . Un beso que hablaba de deseo, de respeto, de la osadía de amar en medio de una guerra política. Se aferraron el uno al otro como si en ese instante pudieran detener el tiempo, mientras afuera, la ciudad seguía girando sin saber que en esa oficina, un país empezaba a cambiar desde el epicentro más íntimo.
Esa noche, Elías envió un mensaje antes de dormir: “Hoy sentí que hicimos historia. Pero más aún, sentí que empezamos algo que vale cada riesgo. Duerme bien, mi valiente.”
Camila sonrió al leerlo. No contestó de inmediato. Cerró los ojos, abrazada a esa sensación nueva de pertenecer, no solo a una causa, sino a alguien. Y en medio del ruido de una nación que despertaba, ella también comenzaba a soñar en plural.