La brisa salada del mar acariciaba el rostro de Camila mientras se asomaba al inmenso ventanal de la habitación. La mañana en Punta Cana se desplegaba con una serenidad que contrastaba con los días intensos que habían vivido en la ciudad. A su lado, Elías la observaba en silencio, con esa mirada cálida que reservaba solo para ella, como si cada amanecer a su lado le diera sentido a su lucha más profunda.
La noche anterior aún vibraba en sus cuerpos. Tras el largo viaje desde Santo Domingo, las conversaciones sobre política, encuestas y el porvenir de la campaña se habían ido transformando en risas suaves, caricias compartidas y confesiones entrelazadas en sábanas de algodón. Elías había hecho algo más que traerla a su casa en Punta Cana: le había abierto una puerta simbólica a su vida, a su intimidad, a su refugio lejos del ruido del mundo. Y Camila lo había sentido, más allá de las palabras, en cada gesto y en cada silencio lleno de intención.
—¿Dormiste bien? —le preguntó él, acercándose por detrás para abrazarla con ternura.
—Como no dormía desde hace semanas —respondió ella, inclinando la cabeza hacia su hombro—. Esta casa es un paraíso escondido.
—Y está abierta para ti cada vez que lo necesites —dijo Elías, besándole el cuello—. No solo como descanso, Camila… también como promesa.
Ella giró para mirarlo, aún envuelta en una sábana, y acarició su rostro.
—¿Promesa de qué?
—De que no importa lo que venga, siempre tendrás un lugar donde ser tú, sin máscaras ni compromisos. Un espacio donde puedas respirar.
Camila se estremeció ante la profundidad de sus palabras. Elías no le hablaba solo como un hombre enamorado, sino como alguien dispuesto a compartir su mundo, a construir uno nuevo a su lado.
Después del desayuno, Elías la tomó de la mano y la llevó hasta el garaje. Camila lo miraba curiosa, sin saber exactamente a qué se refería con tanto misterio. Cuando llegaron, frente a ellos había un auto brillante, moderno, elegante… y con un lazo rojo sobre el capó.
—¿Qué es esto? —preguntó ella, cubriéndose la boca con las manos.
—Tu regalo de graduación —respondió Elías, tendiéndole las llaves—. Sé que amas tu independencia. Ahora tendrás cómo moverte libremente, sin depender de nadie. Es un símbolo de lo que has logrado, de lo lejos que puedes llegar.
Camila sintió que el corazón le latía con fuerza. Tomó las llaves con las manos temblorosas y lo miró, sin poder contener las lágrimas.
—No necesitabas hacer esto…
—No necesitaba, pero quería. Porque te admiro, Camila. Porque lo mereces todo.
Ella lo abrazó, fundiéndose en él con un amor que desbordaba toda palabra. Allí, en ese rincón de Punta Cana donde el mundo parecía detenerse, Camila comprendió que había llegado a un punto de inflexión. Ya no era solo la joven estudiante con sueños por cumplir. Era una mujer que caminaba al lado de alguien que creía en ella de verdad.
Pasaron la tarde entre risas en la piscina, caminatas por la playa y silencios cómodos que decían más que mil discursos. Hablaron de las encuestas, del repunte positivo que había tenido Elías en los sectores jóvenes y urbanos, gracias en parte a la cercanía emocional que transmitía. Camila analizaba los números con perspicacia, haciéndole sugerencias desde su nueva perspectiva como futura abogada.
—La gente quiere sentir que tú no estás por encima de ellos, sino a su lado —comentó ella, mientras caminaban descalzos por la arena—. Tu historia y tu forma de amar… eso también comunica, Elías. No lo subestimes.
Él la miró con una mezcla de orgullo y fascinación.
—¿Cómo logras hacerme sentir más fuerte y más vulnerable al mismo tiempo?
—Porque te veo completo, Elías. Y te amo por eso.
Esa noche, cuando el sol se escondió tras el mar y las luces de la casa crearon un ambiente cálido, volvieron a encontrarse en la intimidad de su habitación. No solo sus cuerpos, también sus sueños, sus miedos, sus futuros posibles. El amor que hacían no era solo físico; era una alianza tácita entre dos almas que decidían caminar juntas a pesar de todo.
Y al amanecer, cuando el primer rayo de sol rozó su piel, Camila entendió que aquella casa en Punta Cana no era solo un escape. Era un nuevo comienzo.
Elías estaba en la terraza de la casa, sosteniendo taza de café mientras observaba a Camila caminar descalza por el borde de la piscina, cuando su celular vibró con insistencia sobre la mesa. La expresión relajada de su rostro cambió apenas leyó el nombre en la pantalla: era Rodrigo, su jefe de estrategia política. Respondió con rapidez y, a medida que escuchaba, su ceño se fue frunciendo cada vez más. Camila se acercó lentamente, notando el giro abrupto en su energía. “Tenemos información verificada”, dijo Rodrigo con voz grave. “Tu principal rival está preparando un movimiento mediático agresivo para desprestigiar tu campaña.
Viene desde varios frentes: redes, prensa, incluso vínculos con personas del equipo anterior… quieren sembrar dudas sobre tu credibilidad y tu vida personal”. Elías apretó la mandíbula, conteniendo la rabia. Cuando colgó, miró a Camila y le contó todo.
Ella lo escuchó con atención, firmeza en los ojos. “Entonces debemos estar preparados —dijo ella, con serenidad—. Ya sabíamos que esto podía pasar. No estás solo.” Pasaron los dos días siguientes organizando ideas, revisando posibles frentes vulnerables y fortaleciendo su estrategia. Pero incluso en medio de la tensión, se dieron tiempo para abrazarse, para apoyarse en silencio.
Al cuarto día, justo al amanecer, hicieron las maletas y partieron durante el viaje de regreso a Santo Domingo, el ambiente era distinto. La calma de Punta Cana quedaba atrás como un suspiro, y al frente se alzaba la ciudad con todos sus desafíos. La carretera se convirtió en un puente entre lo íntimo y lo público, entre el amor compartido y la batalla que estaba por comenzar.
Cuando llegaron al comando de campaña en Santo Domingo, la tensión en el aire era evidente. Las pantallas estaban encendidas mostrando titulares alarmantes, los teléfonos no dejaban de sonar y los miembros del equipo caminaban de un lado a otro con carpetas en mano y rostros preocupados. Elías y Camila apenas cruzaron la puerta cuando fueron rodeados por sus asesores más cercanos. La amenaza no se había detenido: la campaña de desprestigio seguía creciendo, con rumores maliciosos circulando en redes sociales y entrevistas cuidadosamente manipuladas saliendo en medios nacionales.