Los días posteriores a las elecciones se sintieron como una mezcla de respiro y vértigo. Elías, ya proclamado oficialmente presidente electo de la República Dominicana con un histórico 68.9% de los votos, se convirtió en el rostro de la esperanza para millones de ciudadanos. Pero más allá de los números, de los titulares y de los discursos, había una historia humana que seguía latiendo, tan intensa como los días de campaña: la historia de él y Camila.
El Palacio Nacional comenzaba a prepararse para recibir a un nuevo inquilino, mientras la transición de poder se activaba con una maquinaria burocrática imponente. Sin embargo, Elías encontró tiempo para lo esencial. En la privacidad de su apartamento, entre cajas de documentos y llamadas interminables, tomaba las manos de Camila con ternura. “Vamos a cambiar este país, pero también vamos a vivir nuestra historia como merecemos,” le decía, con esa mezcla de idealismo y decisión que tanto lo caracterizaba.
Pero la calma no duraría para siempre. Los primeros días como presidente electo trajeron consigo nuevos dilemas: presiones de sectores económicos, rumores de conspiraciones dentro del mismo partido, y un gabinete por formar. Camila lo acompañó a su primera gran reunión con los asesores de seguridad nacional, sentada discretamente en una esquina, tomando notas y observando los rostros de quienes ahora eran parte de un tablero político tan complejo como determinante.
Pese al torbellino de poder, Elías se mantenía fiel a su esencia. En cada rueda de prensa hablaba de justicia, de equidad, de oportunidades para los más vulnerables. Y en cada discurso, aunque no la nombrara, estaba Camila, en sus ideas, en sus gestos, en su mirada. Era evidente para todos que no solo era la futura primera dama, sino también una influencia decisiva en su forma de gobernar.
Y entonces llegó el día. La toma de posesión. Con el sol en lo alto, los jardines del Palacio Nacional rebosaban de invitados, delegaciones extranjeras, periodistas y ciudadanos que habían viajado desde el interior del país para ver el inicio de una nueva era. Camila, vestida de blanco marfil, caminó al lado de Elías por la alfombra roja. No como una figura decorativa, sino como un símbolo de transformación.
Elías juró ante la nación con la mano sobre la Constitución, su voz firme, su rostro sereno. Al concluir su discurso inaugural, se volvió hacia Camila y le susurró, apenas audible: “Esto apenas comienza.” Ella sonrió, y mientras los aplausos estallaban a su alrededor, supo que, a pesar de todo lo vivido, el verdadero viaje apenas estaba por empezar.
El Palacio Nacional, engalanado con banderas ondeando al ritmo del viento, acogía a miles de ciudadanos que se congregaban con rostros cargados de esperanza. Las cámaras captaban cada ángulo mientras Elías ascendía al podio con paso firme, vistiendo un traje azul marino sobrio y la banda presidencial cruzándole el pecho.
Camila lo observaba desde la primera fila, con lágrimas contenidas y una sonrisa de profundo orgullo. Elías respiró hondo y, tras una ovación ensordecedora, alzó la mano para saludar a la multitud antes de comenzar su discurso. “Hoy no hablo como político ni como vencedor, sino como un servidor del pueblo que me ha confiado sus sueños, sus frustraciones y su lucha por un país más justo”, dijo, con voz segura pero cargada de emoción.
Habló de unidad, de reconciliación nacional, de reformas educativas y judiciales profundas, y de la necesidad de erradicar la corrupción desde sus raíces. Cada palabra fue recibida con vítores, aplausos y una energía que electrizaba el ambiente.
Pero fue al final cuando Elías hizo una pausa, miró hacia Camila, y añadió: “Hoy comienza una nueva era para esta nación, pero también para mí como hombre. Porque junto a ustedes, y junto a una mujer que me inspira a diario, estoy listo para honrar cada promesa con hechos.” Camila bajó la mirada, conmovida, mientras las cámaras captaban su reacción. El país no solo recibía a un nuevo presidente, sino a una nueva esperanza.
En su primer consejo oficial con los nuevos ministros, Elías dejó en claro que su gobierno no se limitaría a promesas simbólicas ni a discursos bien elaborados. Su visión era concreta, estructurada y, sobre todo, urgente. "No podemos hablar de desarrollo si nuestros niños siguen recibiendo educación en condiciones inhumanas, si nuestros hospitales se derrumban y si el sistema penitenciario sigue siendo una fábrica de reincidencia y no de reinserción", afirmó con firmeza, mientras sus asesores tomaban nota.
Anunció un ambicioso plan nacional de reformas: el sistema de salud sería fortalecido con una red de hospitales regionales completamente equipados y accesibles, priorizando zonas rurales y barrios marginados; la educación pública recibiría una inyección histórica de inversión en infraestructuras, formación docente y acceso a tecnología moderna; y el sistema penitenciario sería intervenido con un enfoque en la dignidad humana, impulsando programas de rehabilitación, educación y empleabilidad para los reclusos. "La justicia no solo se ejerce en los tribunales, sino en cada oportunidad que damos a quienes la sociedad ha dejado atrás".
Sus palabras no solo marcaron una hoja de ruta para su presidencia, sino que encendieron una nueva llama de esperanza en el país.
En ese mismo discurso, Elías dejó claro que su gobierno buscaría no solo transformar el panorama interno del país, sino también proyectar una nueva imagen hacia el exterior. “Nuestro compromiso con la democracia y los derechos humanos será acompañado por un firme deseo de mantener y fortalecer nuestras relaciones bilaterales con los países hermanos de América Latina, con quienes compartimos historia, cultura y desafíos comunes.
Asimismo, reafirmamos nuestro interés en consolidar lazos estratégicos con las naciones de Europa, cooperando en áreas clave como educación, tecnología, comercio justo y sostenibilidad”, declaró con determinación.