El gabinete de Elías se reunió por primera vez en el Salón de los Espejos. Era un equipo mixto, con figuras experimentadas y jóvenes talentos, muchos de ellos surgidos del activismo social y académico. Durante esa primera reunión, Elías expuso tres prioridades innegociables: transformar el sistema de salud pública, garantizar una educación de calidad y reformar las cárceles del país. Las palabras resonaron con fuerza: "No estamos aquí para administrar la crisis, sino para resolverla."
Uno de los primeros conflictos del nuevo gobierno surgió con un grupo de grandes empresarios que se resistían a la reforma fiscal propuesta. Elías los convocó a un desayuno privado en la sede presidencial. Con una mezcla de firmeza y diplomacia, les explicó su plan: una economía más justa requería que los sectores más beneficiados contribuyeran proporcionalmente. Algunos aceptaron, otros no tanto. Pero el mensaje quedó claro: Elías no gobernaría a favor de los poderosos, sino del pueblo.
La reforma educativa comenzó con la firma de un decreto que duplicaba el presupuesto destinado a las escuelas públicas rurales. Elías visitó una de esas escuelas en San Juan de la Maguana, donde compartió un desayuno con los niños y prometió internet gratuito para cada comunidad. Las imágenes dieron la vuelta al país. La gente sentía, por fin, que la política podía servir para algo más que promesas.
Camila también viajó al interior, reuniéndose con comunidades empobrecidas, escuchando historias de lucha y abandono. De esas visitas nació un proyecto de ley que sería presentado por el bloque oficialista para crear centros de apoyo legal gratuito para mujeres víctimas de violencia. Su trabajo comenzaba a marcar un antes y un después.
En medio de los avances, también surgían dificultades. Sectores del antiguo régimen, desplazados del poder, comenzaban a organizarse para boicotear las reformas. Filtraciones en la prensa, campañas de desinformación en redes sociales y hasta amenazas veladas hacían parte del nuevo escenario. Elías reunió a su equipo de comunicación y les dijo: "No responderemos con guerra sucia. Responderemos con hechos."
En medio de los retos administrativos y las presiones externas, Elías decidió lanzar una serie de encuentros comunitarios llamados Diálogos por la Nación, en los que recorrería cada provincia del país para escuchar directamente a la gente. No quería ser un presidente encerrado en oficinas; quería caminar los barrios, tocar puertas, mirar a los ojos. Camila lo acompañó en varios de esos encuentros, convertida ya en una figura de confianza para muchas mujeres y jóvenes.
En una visita a Barahona (provincia en el sur del pais) una señora mayor le tomó la mano y le dijo: “Usted me recuerda a las mujeres que luchaban por los nuestros, no por apariencias”. Camila, conmovida, le respondió que esa era su misión: no permitir que la voz de los olvidados se perdiera entre papeles y discursos. Aquel día, mientras regresaban en helicóptero hacia Santo Domingo, Elías la miró con gratitud silenciosa. Sabía que sin ella, el camino sería más solitario y difícil. “Tú no solo estás cambiando mi vida, Camila.
Estás ayudándome a cambiar un país entero”, le dijo con una ternura que escapaba del protocolo. En esos momentos íntimos, entre el ruido de los motores y las luces del atardecer, se afianzaba algo más poderoso que cualquier plan de gobierno: la convicción de que el amor también podía ser una forma de liderazgo.
En las semanas siguientes, el impacto de los Diálogos por la Nación comenzó a sentirse en todo el país. Las visitas presidenciales a las comunidades generaban un efecto dominó de esperanza y participación. Los ciudadanos, acostumbrados al abandono, ahora se sentían escuchados.
Elías, siempre acompañado de su libreta de apuntes, tomaba nota de cada reclamo, cada historia, cada sugerencia. Camila, por su parte, se convirtió en un puente entre el pueblo y las instituciones: organizaba reuniones con los ministros, daba seguimiento a casos específicos y aseguraba que las promesas no se diluyeran con el tiempo.
Una tarde, en la comunidad de Villa Mella, un joven desempleado le dijo a Elías: "Por primera vez siento que mi futuro importa". Esa frase, breve pero poderosa, marcó la agenda de la siguiente semana: se diseñó un programa de empleo juvenil con apoyo del sector privado y fondos internacionales. El país comenzaba a moverse, a sacudirse de décadas de inercia, y la gente lo sabía.
El liderazgo de Elías se sentía cercano, real, humano. Y Camila, con su mirada cálida y su firmeza discreta, le daba al proyecto una dimensión emocional y social que lo volvía aún más legítimo. Juntos, estaban tejiendo una nueva narrativa nacional, donde el poder no era un fin, sino una herramienta de justicia.
A medida que los meses avanzaban, los cambios impulsados por Elías comenzaban a dejar huella no solo en las instituciones, sino también en el corazón de la ciudadanía. Las largas colas en los hospitales públicos comenzaban a reducirse gracias a un plan de emergencia que contrató a cientos de médicos recién graduados y habilitó clínicas móviles en zonas rurales.
Las aulas de las escuelas más empobrecidas recibieron computadoras, libros nuevos y docentes capacitados bajo un nuevo modelo pedagógico. En las cárceles, por primera vez en décadas, se iniciaban programas de reinserción social con formación técnica y terapias psicológicas.
Cada paso era una victoria, aunque modesta. Y sin embargo, a pesar de los avances, Elías sabía que la verdadera batalla no era contra la burocracia, sino contra el escepticismo: ese que se había sembrado en la población tras años de promesas rotas.
Por eso, decidió abrir las puertas del Palacio Nacional una vez al mes para que ciudadanos comunes pudieran expresar sus inquietudes directamente al presidente. Fue una idea audaz, criticada por muchos, pero celebrada por un pueblo que comenzaba a ver en su líder no a un político más, sino a un hombre que escuchaba. Camila, siempre a su lado, coordinaba las visitas, asegurándose de que cada persona recibiera atención. En los pasillos del poder, ambos aprendían a gobernar desde la empatía, sabiendo que transformar una nación requería más que decretos: requería cercanía, humildad y constancia.