Cinco años más tarde, la vida de Elías y Camila había evolucionado en una mezcla perfecta de estabilidad, propósito y amor maduro. El Palacio Nacional ya no era solo un centro de decisiones políticas, sino también un hogar cálido donde Isabella corría por los jardines, ahora con seis años, curiosa y vivaz, siempre preguntando por el significado de las palabras que escuchaba en las reuniones de su padre. Elías, reelegido con una aprobación histórica, había consolidado reformas profundas en el sistema educativo y de justicia, convirtiéndose en un referente regional. Camila, por su parte, había alcanzado un rol protagónico como primera dama activa e influyente: encabezaba proyectos sociales, promovía el liderazgo femenino y dirigía una fundación dedicada al bienestar infantil. A pesar del peso de sus responsabilidades, entre ambos existía un amor fortalecido por los años, una complicidad que se notaba en los pequeños gestos: una mirada cómplice en medio de una cena oficial, una risa compartida al final de un día largo, o el abrazo silencioso que intercambiaban cada noche al acostarse, sabiendo que seguían siendo el uno para el otro, incluso en medio de la historia que habían construido juntos.