había un pueblo que se llamaba Cajamarca en el cual este no aparecía en los mapas nuevos.
Era como si el mundo hubiese olvidado que existía lentamente, año tras año, hasta dejarlo suspendido en un lugar donde el tiempo respiraba distinto.
Pamela lo supo el día que César volvió.
No había envejecido.
No tenía arrugas, ni cansancio. Vestía la misma chaqueta oscura que llevaba cuando desapareció doce años atrás, la noche en que el reloj de la plaza se detuvo a las 11:47.
-No he venido a quedarme -le dijo-. He venido a corregir algo.
Pamela sintió que el aire se volvía espeso, como si el pueblo entero estuviera escuchando.
Porque en Cajamarca, las paredes oían.
Ella había aprendido a sobrevivir sin él.
Había amado a otro.
Había traicionado promesas que juró eternas.
Y aun así, cuando César le tomó la mano, el pasado regresó con una violencia silenciosa.
-Si cruzas conmigo -susurró-. Perderás todo lo que eres ahora.
Pamela pensó en la noche del incendio.
En el secreto que nunca contó.
En el amor que creyó enterrado.
Y entonces el reloj de la plaza volvió a moverse.
El segundo que avanzó el reloj, fue suficiente para que el pueblo reaccionara.
los perros comenzaron a ladrar al unísono.
las luces de las casas parpadearon . En alguna
parte, una mujer gritó el nombre de su hijo convencida
de que lo había visto cruzar la calle... aunque su hijo
llevaba muerto ocho años.
César soltó la mano de Pamela.
-No mires atrás - dijo - . Todavía no.
Pero Pamela ya lo estaba haciendo.
la plaza seguía igual y, al mismo tiempo, no.
las grietas del suelo parecían más profundas, como si hubieran sido abiertas una y otra vez por el mismo
recuerdo. El aire olía a metal caliente, a humo antiguo.
Al incendio, pensó ella, aunque nadie hubiera pronunciado esa palabra en años
-Te vi morir - susurró - . Yo estuve ahí.
César la miró por primera vez con algo parecido al cansancio.
-No. Tú viste otra versión de mí.
Antes de que Pamela pudiera responder, el sonido de pasos resonó bajo los soportales.
El sheriff José apareció con la mano apoyada en el arma y el rostro blanco como la cal.
-Señorita Ríos - dijo - . Aléjese de él.
José había envejecido. Mucho. Su espalda estaba encorvada y su voz ya no tenía autoridad, solo miedo.
César lo observó con curiosidad, como quien reconoce un objeto antiguo.
-Sigues aquí - comentó - . En todas las versiones.
-¿Quién demonios eres? - gruñó José - Porque tú no eres César Cruz. Ese chico murió.
Un murmullo recorrió la plaza. las ventanas se abrieron apenas un poco. En Cajamarca nadie confiaba en nadie desde aquella noche.
César dio un paso adelante.
-Murió el que ustedes necesitaban que muriera.
El reloj volvió a moverse.
otro segundo.
Entonces ocurrió lo imposible: el cielo se cerró.
No fue una cúpula visible, no al principio. Fue una sensación. Como si el pueblo hubiese sido metido dentro
de un pecho gigante que empezaba a respirar lentamente. Los teléfonos dejaron de tener señal. Los autos no se encendieron. El viento se detuvo en seco.
-Está pasando otra vez... - murmuró alguien.
Pamela recordó la frase. la había escuchado siendo joven, la noche en que todo cambió:
"si el tiempo se rompe, el pueblo paga"
César la miró, y por primera vez había culpa en sus ojos.
-Yo intenté evitar esto.
-¿Intentaste? - Pamela sintió la rabia subirle a la garganta - . ¿Doce años sin decir nada es intentarlo?
El bajó la voz.
-Doce años para ti. Para mí fueron solo tres semanas.
El silencio fue absoluto.
Pamela entendió entonces que no estaba frente a un milagro, sino frente a algo mal hecho, forzado, como una herida cosida con manos temblorosas.
-¿Y que corregiste? - preguntó.
César dudó
-No lo suficiente.
En la torre de la iglesia, la campana sonó sola una vez.
Dos veces
once
cuarenta y siete.
Pamela supo, con una certeza helada, que el amor que había sobrevivido tantos años no iba a salvarlos. Tal vez, pensó, era la causa de todo.
Y entonces alguien gritó desde el borde del pueblo.
-¡La carretera desapareció!
César cerró los ojos.
-Ya empezó - dijo - . y cuando empiece a repetirse... tú tendrás que decidir a quién traicionar esta vez.
la carretera no solo había desaparecido
Había sido borrada, como una frase mal escrita. Donde antes estaba el asfalto, ahora se extendía una franja de tierra agrietada que terminaba en una neblina espesa. Nadie se atrevía a cruzarla. No porque no quisieran, sino porque algo - una presión invisible - los empujaba de vuelta al pueblo con cada paso.
-Es igual que antes - dijo José, con voz rota - . Exactamente igual
Pamela sintió un frío lento subirle por la espalda Antes. esa palabra cargaba demasiado peso en Cajamarca.
César caminaba por la plaza como si la conociera de memoria, tocando las paredes, contando pasos, deteniéndose frente a la panadería cerrada.
-Aquí murió Privia Torres - dijo - . No de vieja . De miedo.
-No digas eso - susurró Pamela - . la gente oye.
César sonrió apenas.
-Ese es el problema. Siempre oyen... Pero nunca escuchan lo importante.
Un niño apareció entre la multitud. Tendría unos nueve años. Sostenía un carrito oxidado y miraba fijamente a César.
-Tu no eres de ahora - dijo el niño.
Nadie lo reprendió. Nadie se rió.
En Cajamarca, los niños veían cosas.
César se agachó frente a él.
-¿cómo te llamas?
-Juan. Mi mamá dice que no hable con fantasmas
César levantó la mirada hacia Pamela.
-Dile a tu mamá que esta vez no soy un fantasma - respondió - . Aún.
El niño retrocedió y salió corriendo.
El reloj volvió a avanzar.
Pamela sintió el impulso de llorar, pero no lo hizo. Había aprendido a contenerse desde la noche del incendio, cuando había tenido que elegir entre decir la verdad o salvar a alguien que amaba.
Editado: 26.12.2025