La música sacude los oídos de Maya. El bajo le marca el ritmo en el cuerpo y ella baila sin reservas, entregada. Apenas lleva un par de copas encima, pero nunca ha sido tímida. Es joven, guapa y acaba de conseguir su primer trabajo. El mundo parece suyo.
Varios hombres se le acercan, quieren invitarle algo o unirse a su baile. Ella los rechaza con una sonrisa cortés. No por mojigata, sino porque es exigente. Le gusta gustar, pero no regala su atención.
El lugar se llama The Old Cathedral y no es una metáfora: es una antigua catedral convertida en discoteca. Las vidrieras con escenas bíblicas contrastan brutalmente con los muebles industriales. Escaleras de hierro forjado, suelos metálicos en la planta superior y un escenario de roca. La luz roja, tenue, rebota en las paredes de piedra y da al local un aire místico que a Maya le fascina.
Se dirige a la barra por otro mojito. Mientras espera, un hombre llama su atención. Está rodeado de chicas, pero se mantiene al margen, bebiendo tranquilo. Lleva un traje estilo años veinte y un peinado que parece sacado del mismo periodo: corto a los lados, largo arriba. Anna, su amiga, habría dicho que parece un Peaky Blinder. Tiene ojos claros, pelo oscuro y una copa de vino tinto en la mano. Aunque Maya juraría que el líquido es más espeso de lo normal, no le da importancia.
—¿Un vino? —pregunta él, pillándola mirándolo.
Maya se ruboriza, pero se recompone.
—No, gracias. Ya tengo mojito —dice, señalando su copa—. Soy Maya, por cierto.
—Viktor —responde tras una pausa breve—. ¿Charlamos o vamos directo a bailar?
Maya suelta una carcajada. Cualquiera otro le habría parecido un cretino, pero Viktor tiene algo distinto. Coge su vaso y asiente con la cabeza. Él la sigue a la pista.
Bailan cerca, sin tocarse, desafiándose con las miradas. Maya siente cómo se le enciende la piel. Viktor acerca una mano a su cintura, dudando. Ella responde con una sonrisa.
—No muerdo... ¿sabes? —le dice, rodeándole el cuello con los brazos.
No sabe si es el alcohol o él, pero no le importa. Viktor deja su copa en una mesa cercana y apoya también la otra mano en su cintura. Sus rostros se rozan.
Él la besa primero, apenas un roce. Maya lo atrae con más fuerza. Se funden. Ya no hay música, solo ellos. Él baja al cuello, ella se entrega. No necesitan hablar. Se entienden con una mirada. Viktor le besa la mano, como un caballero, y la conduce a la salida.
El jardín entre la discoteca y la calle está cercado por forja negra. Cipreses, hierba descuidada, piedra vieja. Gótico. Perfecto.
Bajo uno de esos árboles, Maya se detiene de golpe. Siente algo. Algo malo. Viktor la mira, luego mira detrás de ella. No hay tiempo. Maya apenas nota el dolor punzante en el costado antes de que todo se apague.
La conciencia va y viene. Maya no sabe si está dormida o despierta. Hay una luz blanca que la ciega cuando intenta abrir los ojos. ¿Dónde estoy?, se pregunta. No recuerda nada después del tercer whisky. Bailó, bebió… y ahora esto. Flota entre el sueño y la vigilia. No puede hablar. No puede moverse. Siente un dolor lejano, como si no fuera suyo.
—La perdemos —escucha, como a través de una pared—. ¡Bolsa de sangre! ¡Rápido, el parche!
Palabras médicas que no entiende. No sabe si han pasado minutos u horas. Solo quiere que termine. Tiene sueño. Está harta de luchar.
—La situación es crítica... demasiada sangre... se ensañó... —alcanza a oír entrecortado.
Intenta decir algo, pero no sale ningún sonido. Al final los médicos se van. Cree que la trasladan, pero no está segura. Solo queda el pitido monótono del monitor y los ruidos lejanos de la ciudad. Cierra los ojos.
Al abrirlos, ve una figura alta, masculina, recortada contra la luz. Lleva un traje. ¿Un médico?, piensa. No se mueve. Solo la observa. Maya no tiene fuerzas para hablar, y tampoco ganas.
La figura hace un gesto que no distingue. Y entonces... sueña.
Sueña que el hombre sangra. Que le ofrece esa sangre. Que ella bebe. Y al hacerlo, su cuerpo revive. El color vuelve a sus mejillas. El dolor desaparece. Es como una droga perfecta. Nunca se sintió tan viva. Tan poderosa. Ve al chico con el que bailó —Viktor— y siente que todo está conectado. Luego, nada. Silencio. Tal vez despierte en su cama, con resaca, pero viva.
—¡Joder! —es lo único que Viktor alcanza a decir cuando ve a Maya desplomarse, cubierta de sangre.
Aguanta la respiración. La sangre lo llama. Solo vio una sombra. Lo que la atacó no era humano. Y ahora él está en peligro.
Mira a Maya una vez más. Después, corre.
—Emergencias, dígame —responde una voz.
Entra en su coche y da una versión más creíble de los hechos. Ya en la carretera, se da cuenta de que nadie lo sigue. Tendrá que informar. Tal vez alguien ha entrado al territorio sin permiso.
Una ambulancia pasa a toda velocidad en sentido contrario. Tal vez va por ella. Avanza unos metros. En la siguiente rotonda da la vuelta.
—Soy idiota —murmura.