Cuando el sol se esconde

4

Maya sabía que debía reaccionar rápido si quería decirle algo, pero no tenía claro el qué. Su obsesión con aquel hombre era irracional, pero inevitable. Ahora, viéndolo delante, no le quedaba duda: el hombre del sueño y el de la discoteca eran el mismo.

—¿Viktor? —preguntó Maya, con la voz tensa.

El hombre se giró, con gesto incierto. Por un momento, Maya pensó que quizá no le había dado su nombre real aquella noche.

—¿Sí? —respondió él, sin saber a dónde llevar la conversación.

—¿Eres el doctor que me atendió cuando me ingresaron de urgencia? —intentó sonar casual, aunque se sentía absurda—. ¿Viste algo de lo que me pasó?

Viktor dudó un instante, midiendo cada palabra.

—No, no soy médico. Solo llamé a emergencias. No vi nada, todo estaba muy oscuro —sonrió, como si intentara tranquilizarla.

—Pero yo te vi mirando detrás de mí —insistió Maya—. Recuerdo tu cara, justo antes de perder el conocimiento.

En ese momento, el otro hombre en la sala salió a escuchar. Vestía uniforme de enfermero. Intercambió una mirada cómplice con Viktor, encogiéndose de hombros.

—Puede que me pasara por alguna habitación a recoger unas cosas —concedió Viktor, esquivando el tema—, pero no te traté. No soy médico.

—Quizá fue un mal sueño —intervino el enfermero—. Estuviste muy medicada. No es raro confundir cosas.

A Maya todo le sonaba a evasivas y medias verdades. Notaba que ambos ocultaban algo.

—Creo que deberías volver a tu habitación y descansar —dijo Viktor, dirigiéndose al enfermero con un gesto.

—Por supuesto, señorita, deje que la acompañe —se ofreció el enfermero.

Maya quiso replicar, pero Viktor ya había desaparecido. Se había esfumado en un instante.

De vuelta en su habitación, no podía pensar en otra cosa. Quería averiguar quién era realmente ese hombre, cuál era su relación con el hospital, y por qué la obsesionaba tanto. Si al menos tuviera su nombre real...

Los días hasta el alta pasaron entre pensamientos recurrentes sobre Viktor. Su obsesión crecía cada noche. El taxi que la llevó de vuelta a casa le pareció irreal; no podía dejar de preguntarse qué haría ahora, sin los pasillos del hospital para buscarlo.

Su apartamento estaba igual de desordenado que cuando lo dejó. Había maquillaje desparramado, pizza rancia en la cocina, la cama cubierta de ropa. Pero tenía cosas más importantes. Ignoró el desastre, fue directo al despacho y encendió el ordenador.

Si ese hombre trabajaba allí, o para alguna empresa asociada, podría encontrarlo en la base de datos. No tenía un nombre, pero recordaba bien su rostro. Mandíbula marcada, nariz fina, ojos azules intensos. Suspiró. Era como un hechizo.

Aquella noche, el trabajo fue inútil. No encontró nada. Pero no se desanimó. Era tenaz, y si algo la caracterizaba, era no rendirse a la primera.

Desde el hospital, su vida se había reducido a trabajar, investigar, comer y dormir. Sus amigos y compañeros le insistían en que debía ver a un psicólogo, pero ella no sentía que lo necesitara.

—Vamos a salir a comer después del trabajo —le propuso Tonny—. Por si te animas.

—Tengo muchas cosas pendientes, quizás otro día —mintió Maya, con la culpa rondándole. Sabía que lo aceptarían como parte de su recuperación.

Aquella tarde, volviendo del trabajo, se le ocurrió una idea tan absurda que podía ser brillante... o un desastre. Decidió arriesgarse.

—Buenas tardes, vengo a presentarme como voluntaria —dijo Maya, sonriendo a la mujer del mostrador—. Soy informática, trabajo en una empresa del sector.

—¿Voluntaria para donar sangre o para ayudar aquí? —contestó la mujer, aburrida.

—Para trabajar. Estuve ingresada hace poco y quiero ayudar. Sé que hace falta gente para reparar equipos, hacer recados, lo que sea.

Era simple: lo había visto en la sala de extracción de sangre. No figuraba en los registros como empleado ni colaborador. Si no era personal fijo, debía estar vinculado al área de donaciones, quizá como voluntario. Y si se ofrecía, tendría acceso a los registros y, con suerte, a las cámaras de vigilancia. Ahí estaba la parte "complicada" (o ilegal) del plan.

—Podrías ayudarnos en ventanilla por la noche —propuso la mujer—. No es fácil, aviso. Mucha gente deja el puesto o ni siquiera se presenta después de firmar.

Maya observó el escritorio: un ordenador básico, conexión a internet. Más que suficiente.

—No se preocupe, no pienso irme a la primera de cambio.

Firmó los formularios, conoció a algunos compañeros. Esa noche no pudo quedarse, pero al día siguiente se presentó para acompañar el turno de noche. Susan, enfermera de unos cincuenta, expresión dura, y Juan, un hombre calvo y hablador de setenta.

—No tengo edad para este turno, pero nadie lo quiere —le confesó Juan, resignado.

—¡No la asustes! —protestó Susan—. Aquí llevamos cinco años y nunca pasó nada grave.

—Solo digo la verdad. Hay noches tranquilas, pero desde que pagan por donar, viene gente de todo tipo. No todos vienen por buenas razones.

—Ya veo por dónde vas —dijo Maya.

—A veces esto parece la puerta de una discoteca. Muchos necesitan el dinero, y cuando no pueden donar, se enfadan. Ya me entiendes.

Maya asintió. Había conocido ese tipo de gente muchas veces.

—¿Solo estamos nosotros en el turno de noche? —preguntó, fingiendo indiferencia.

—No, rotamos. Hay otro enfermero, Ethan, y una recepcionista, Teresa. El resto viene solo cuando hay mucho lío.

Pequeña decepción. Ethan era el enfermero del encuentro con Viktor; Teresa, seguro, no era él. Tendría que ingeniárselas para coincidir con Ethan y sacarle información. Pero estaba un paso más cerca.

—Mañana será mi turno sola. Veremos cómo me va.




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