Maya tardó menos de una semana en conseguir acceso a los sistemas internos del hospital desde su terminal de voluntaria. Los turnos solían ser tranquilos antes del fin de semana, así que, cuando no había nadie cerca, se dedicaba a su verdadera misión.
Había conocido a casi todos los voluntarios del turno de noche, menos a Ethan, el enfermero que había estado con el hombre misterioso. Esa noche, decidió descargarse toda la información relevante en un disco duro externo: horarios de personal, registros de turnos, y sobre todo, las grabaciones de seguridad del día en que conoció al desconocido y de su segundo encuentro. No quería invadir la privacidad de los donantes, así que evitó revisar sus datos personales.
El volumen de datos era abrumador. Había de todo: grupos sanguíneos, historiales médicos, litros de plasma almacenados. Ahí fue donde saltó la primera alarma: algunas noches, las cantidades registradas de sangre no cuadraban con el número de donantes. Por ejemplo, dos semanas atrás: veintitrés donantes, pero solo ocho litros recolectados. Faltaban más de dos litros. ¿Quién roba sangre? ¿Había un mercado negro? Maya no lo sabía, pero sospechaba que se podía hacer negocio con cualquier cosa.
La idea se le encendió: ¿y si el hombre misterioso estaba metido en eso? Cruzó datos rápidamente y ahí estaba: Ethan, el enfermero, figuraba en todos los turnos donde había discrepancias. Y otra persona, Claudia, aparecía de vez en cuando.
Guardó el disco duro en el bolso. En cuanto llegara a casa, revisaría las cámaras de seguridad de los días en los que faltaba sangre.
—Adivina lo que he descubierto —dijo Ethan apenas Viktor cruzó la puerta de recepción.
Ethan solía arreglárselas para estar solo cuando Viktor llegaba. Si no podía, Viktor se hacía pasar por un donante más.
—¿Tiene que ver con lo que te pedí? —preguntó Viktor, directo.
—Parecido —Ethan le mostró un informe, señalando un nombre—. ¿Te suena este?
Viktor revisó la hoja. El apellido no le sonaba, pero el nombre sí.
—¿Maya?
—Sí. Lo comprobé con su foto en la base de datos. Desde que le dieron el alta, está de voluntaria. Yo nunca coincidí con ella, pero se encarga de recepción y trastea con los ordenadores.
Viktor asintió, pero su cara cambió, preocupado.
—¿Pasa algo? —preguntó Ethan, captando la tensión.
Viktor se sentó ante el ordenador y abrió el explorador de archivos.
—¿Cuándo fue su último turno? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.
—Ayer, en este mismo turno —respondió Ethan, más inquieto ahora—. ¿Por qué?
Viktor giró la pantalla hacia él. Los registros de acceso lo decían todo: Maya había abierto archivos de las cámaras de seguridad, de donaciones de años atrás, y de todos los empleados y donantes. Nadie revisa tanto en una noche normal, y mucho menos todos esos archivos juntos.
—¿Qué hacemos? —preguntó Ethan, mirando a Viktor—. ¿Y si es una casualidad?
—¿Casualidad? Está buscando algo, Ethan. —Viktor se levantó y sacó el móvil—. Dame la nevera. Tengo que informar de esto. Es serio.
Ethan fue corriendo a la sala de extracción y volvió con la nevera portátil.
—Ya lo tenía preparado. Vete si tienes que irte.
Viktor cogió la nevera y salió casi sin despedirse. Nadie sabía, ni Ethan, el motivo real de su nerviosismo. El peligro lo había provocado él mismo: nunca debió darle a beber su sangre. Sabía bien las consecuencias, pero también sentía culpa. Él había estado allí; cegado por la sed, no vio venir el ataque. Si no hubiera perdido el control, Maya nunca habría resultado herida. Curarla era lo menos que podía hacer.
Marcó un número. Al otro lado, una voz aguardó.
—Tenemos un problema —dijo Viktor por fin—. Alguien podría haber descubierto nuestras actividades en el hospital Vandelvira.
—Te ocupas tú —ordenó la voz, ronca—. Haz lo que haga falta. Sabes lo que está en juego si esto sale a la luz.
—Necesito información sobre una persona. Dirección, datos, todo.
—Nombre.
—Maya Cid.
—Toole te enviará la información en unos minutos. No nos falles, Viktor. La ciudad depende de esto. No dejes cabos sueltos.
—Sí, virrey.