—¿Y matarla no sería romper el velo? —preguntó Viktor mientras encendía un cigarro y caminaba al lado de Jack.
—Si lo ha pedido el virrey, supongo que no —respondió Jack, encogiéndose de hombros y apartando el humo—. No entiendo cómo soportas eso.
—No va a matarme, Jack —se rió Viktor.
Jack parecía de veintitantos, quizá treinta. Pelo mucho más claro que Viktor, pero con un corte parecido. Vestía vaqueros y una camisa verde militar. Era un contraste extraño: uno elegante y serio, el otro informal. Algunas chicas se giraban a mirarlos al pasar. Jack dudaba que nadie hubiera visto a Viktor sin traje, salvo que estuviera desnudo.
—Entiendo tu punto, pero si no haces algo, será el virrey quien acabe contigo —Jack se detuvo en el semáforo.
Viktor asintió. Lo sabía de sobra.
—Me parece un desperdicio. De vida y de recursos.
—¿De recursos? —Jack levantó una ceja.
—Es ingeniera informática. He investigado un poco. Ahora trabaja en ciberseguridad, pero antes se movió en cosas menos legales. Y viste lo rápido que encontró la anomalía en el banco de sangre.
—¿Crees que podrías convencerla para que trabaje para nosotros?
—Puedo intentarlo —dijo Viktor, apurando el cigarro—. Pero hay algo que tengo que contarte, y no puedes decírselo a nadie.
***
Al llegar a casa, Maya fue directa al despacho, encendió el ordenador y conectó el disco duro externo. Miró el reloj. Le quedaban menos de dos horas antes de tener que ducharse, prepararse y enfrentarse al atasco camino del trabajo. Impaciente, tamborileó los dedos en la mesa mientras se cargaban los datos. Analizar todo le llevaría horas. Necesitaba programar una pequeña app para que revisara las discrepancias entre lo registrado y lo almacenado: litros de sangre, personal de turno, quién estuvo en recepción, quién en extracciones... Programarlo sería rápido; procesar la información, no tanto.
Suspiró, resignada. No le daba tiempo. Puso a funcionar el programa, se duchó en tiempo récord y condujo hasta la oficina como una autómata, cansada y distraída.
—Últimamente siempre llegas agotada —le dijo Tonny, al cruzarse en el parking—. ¿Estás bien?
—He empezado un voluntariado de noche, por eso el sueño —respondió Maya—. Me acostumbraré.
—¿Voluntariado? ¿Qué clase de voluntariado haces de noche? ¿Dónde?
Mientras subían, Maya le explicó que ayudaba con las donaciones de sangre en el hospital, el mismo donde estuvo ingresada. Dijo que era el turno más difícil de cubrir y que se había ofrecido.
—¿De dónde sacas energía? —bromeó Tonny—. Yo en tu lugar no saldría ni a la puerta.
Maya se encogió de hombros. Solo pensaba en encontrar al tipo misterioso, aunque ni sabía para qué. Quería preguntarle qué le había dado aquella noche, y revivir esa sensación. Estaba convencida de que fue él quien la curó. Y quería volver a sentirlo.
La mañana fue eterna. Solo pensaba en la información que la esperaba en casa. Al salir, voló a su coche.
—¿Qué le pasa a Maya hoy? —preguntó Reyes al resto de la oficina. Nadie tenía respuesta, pero todos notaban el cambio desde el accidente.
Al llegar a casa, Maya dejó el bolso y la chaqueta tirados y corrió al despacho. El ordenador ya había terminado de procesar los datos. Casi treinta años de registros digitales: el patrón era claro. Todas las semanas, desde 1994, había sangre desaparecida. A veces cambiaba el día, pero el robo era constante. Desde el año 2000, Ethan estaba implicado en cada anomalía. Maya habría jurado que ese hombre no tenía más de treinta y pocos. Antes del 2000, el nombre que más se repetía era Elise Sinley, fallecida ese mismo año.
Maya pensó que aquello tenía que ser una broma, o el efecto de alguna droga nueva. Tal vez lo que le habían dado era justo eso, una sustancia que la hizo sentirse invencible. Se preguntó si estaría enganchada a algo sin saberlo.
Decepcionada pero aún más intrigada, empezó a revisar las grabaciones de seguridad. La sorpresa fue brutal: en casi todas las ocasiones en las que faltaba sangre, el hombre misterioso aparecía cerca de las dos de la madrugada, entraba con naturalidad y salía con una nevera con el logo del hospital. Lo peor era que no había cambiado nada en treinta años. Solo la ropa.
Maya se echó a reír. Tenía que ser un error. Pero una palabra asomó a su mente, y luchó por apartarla. ¿Quién creería en vampiros a estas alturas?
Justo cuando esa palabra cruzó su mente, sonó el timbre. No el telefonillo de abajo: era el timbre de la puerta de su apartamento.