Cuando el sol se esconde

7

El teléfono de Ethan empezó a sonar mientras se duchaba, y siguió insistentemente hasta que por fin pudo contestar, envuelto en una toalla.

—Perdón, perdón, estaba en la ducha. ¿Qué pasa? —preguntó, algo agitado.

—Por fin —la voz de Viktor sonaba tensa al otro lado—. Necesito un favor. Puede que llegues tarde al trabajo.

—Dime, ¿qué hay que hacer? —Ethan dudó—. ¿Estás bien?

—Perfectamente. Apunta lo que te voy a decir.

Ethan agarró una libreta y un bolígrafo, anotando la dirección y las instrucciones que Viktor le dictaba. Miró el reloj en la pared; sí, iba a llegar tarde.

—Esto es peligroso, ¿verdad? —se atrevió a preguntar.

Hubo un silencio. Ethan suspiró.

—Vale, pero me lo vas a deber —cedió al final.

Terminó de vestirse, cogió su Glock del 45 y la guardó bajo la camisa, en la cintura. No le gustaba ir armado, pero le gustaba menos la idea de terminar muerto.

***

Maya se levantó del escritorio sin encender las luces y avanzó descalza hacia la puerta, tratando de no hacer ruido. Espió por la mirilla: la luz del pasillo estaba encendida, pero no se veía a nadie. ¿Habré tardado demasiado?, se preguntó. Quiso abrir la puerta y asomarse, pero su sentido común ganó la partida: mejor no tentar a la suerte. Esperó en silencio tras la puerta; no percibió ningún movimiento, y la luz del pasillo terminó apagándose como siempre, cuando no detectaba presencia.

Cogió el móvil y escribió en el grupo de WhatsApp de los vecinos: ¿Alguien ha llamado a mi puerta? He oído el timbre, pero cuando fui a mirar ya no había nadie. Las respuestas negativas llegaron enseguida. Los que solían llamarla negaron haber sido ellos.

Inquieta, cerró bien la puerta y se metió en la cama. Tardó en dormirse, y cuando por fin lo logró, volvió a soñar con el ataque. Se despertó temblando, bañada en sudor frío. Todavía era noche cerrada y ya tocaba prepararse para el turno en la clínica.

Se vistió deprisa, miró por la mirilla una vez más, nada, oscuridad absoluta, y salió con las llaves apretadas en la mano. Las luces del edificio se encendían a su paso por los sensores; el sonido de sus propios pasos le parecía el único en el mundo. Abrió la puerta del garaje, encendió la luz y casi corrió hasta su coche, asegurándose de que nadie la seguía. Subió y cerró los seguros de inmediato, revisando el asiento trasero. Por suerte, la puerta automática funcionaba bien esa noche.

La ciudad estaba desierta mientras conducía. Poco a poco, la ansiedad se fue disipando. Al llegar al hospital, la seguridad de la entrada le tranquilizó un poco más, pero no bajó la guardia.

—¡Maya! Pareces haber visto un fantasma —bromeó Juan al verla—. ¿Quieres que me quede contigo este turno?

Maya le sonrió, tratando de disimular.

—No te preocupes, Juan, solo he tenido un mal día.

Mientras dejaba sus cosas, Juan consultó el horario.

—Por cierto, hoy te toca con Ethan, el enfermero. Qué raro, suele ser puntual.

Un escalofrío recorrió a Maya. Era la primera vez que coincidiría con él desde aquel día… y ahora que sabía tanto. ¿Y si la había descubierto? ¿Y si no venía porque estaba buscándola? La paranoia empezó a crecerle por dentro.

—¿Seguro que no quieres que me quede? —insistió Juan, preocupado al ver lo pálida que se había quedado—. Si no, vuelve a casa.

—De verdad, estoy bien. Voy a tomarme un café fuerte y ya está.

Juan finalmente se marchó, no sin antes insistir otra vez en quedarse. Maya se sintió culpable y tonta por meterse en semejante lío.

De pronto escuchó una voz a su lado.

—Vaya, yo a ti te conozco.

Maya levantó la vista del ordenador. Delante de ella estaba un hombre de treinta y pocos años, ojos oscuros, pelo castaño y rizado, mono de enfermero verde y una placa con el nombre: Ethan.




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