Cuando el sol se esconde

8

   Maya dio un respingo al ver a Ethan. Había ensayado muchas veces qué iba a decirlo cuando lo viera, cómo iba a intentar actuar con normalidad, pero ahora que lo tenía delante no sabía qué decir.

   —¿Todo en orden? —preguntó el hombre—. Estás muy pálida. Igual deberías tomarte un descanso.

   Maya trató de componer sus ideas antes de hablar. Vamos, Maya. tú puedes. Actúa natural, se dijo.

   —Acabo de llegar, no necesito descansar —dijo Maya a la vez que apartaba la vista—. He dormido mal, sólo es eso.

   —Oí que había llegado alguien nuevo, pero no imaginé que serías tú —comentó de forma casual Ethan— ¿Es por algún tipo de retribución?

   Maya tenía la intención de interrogarlo sin que se diera cuenta, como de forma casual, pero en su lugar era él quien la estaba interrogando a ella con disimulo.

   —Algo así, supongo. Me contaron que llegué muy mal —dijo Maya—. Yo no recuerdo nada de eso, como es lógico. El caso es que me gusta sentirme útil.

   Ethan asinitíó con la cabeza y sonrió. Maya sentía que la juzgaba con la mirada. No podía evitar pensar que él sí sabía porqué estaba ahí. Al fin y al cabo, si era una droga como ella sospechaba y él era parte del negocio tendría que saber cuánto enganchaba la sustancia.

   —Voy a entrar a la sala de extracción a preparar unas cosas. Si necesitas algo dame una voz —dijo Ethan a modo de despedida.

   Maya sintió alivio cuando la puerta se cerró tras el enfermero. No se sentía segura, pero sí que pudo tomarse unos instantes para sacudirse los nervios. Lo más probable es uqe nadie la hubiera descubierto y que lo que le había pasado hoy eran solo una serie de coincidencias desagradables y malinterpretadas por sus descubrimientos. El cerebro juega malas pasadas cuando una está nerviosa, o al menos eso es lo que ella quería pensar.

   La noche fue pasando con normalidad. Estaba siendo un día bastante tranquilo para ser viernes. Normalmente los fines de semana eran los peores días de voluntariado. Borrachos y gente de peor catadura se pasaban regularmente con la esperanza de conseguir algo de dinero donando. La mayoría de las veces se iban por donde habían venido, decepcionados y maldiciendo. Otras se ponían violentos.

   —Lo siento señor, pero en el registro dice que usted no puede donar —dijo Maya preparándose para oír cómo mentaban a su madre.

   —¿Qué tontería es esa? Claro que puedo, déjame pasar —dijo el hombre, claramente ebrio—. No te cuesta nada. Si a eso luego le hacen análisis.

   Precisamente por eso sé que no puedes donar, animal, pensó Maya.

   —Señor son las normas. Yo no tengo decisión en este asunto —. Maya se quedó mirándolo, expectante a su siguiente movimiento.

   El hombre que se encontraba ante ella era un habitual del turno de noche. Alcohol era lo más inocuo que podía encontrarse en su sangre y tras varias situaciones similares, amen de varios episodios violentos, al final se había optado por no dejarle donar directamente. Tenía el pelo rubio y descuidado, con rastas que Maya no tenía claro si eran hechas por voluntad o por falta de cuidado, ojeras muy marcadas y llevaba ropa desgastada. Era difícil entenderlo al hablar y apestaba a alcohol incluso desde detrás de la ventanilla. Según su informe no tenía más de treinta años pero Maya le hubiera echado unos cincuenta.

   —No seas así, vamos a medias. Te doy la mitad de lo que me den —insistió el hombre mientras se tambaleaba hacia delante y hacia atrás, a punto de perder el equilibrio.

   Maya iba a volverse a negar cuando, de repente, y sin darle tiempo a reaccionar el hombre cambió el tono y golpeó el cristal.

   —¡Abre la puta puerta, joder!

   Maya retrocedió, volcando la silla, por puro instinto. Sabía que tenía que acercarse para llamar a seguridad pero le daba miedo.

   —Por favor, cálmese, va a hacerse daño —logró decir Maya, hecha un manojo de nervios.

   El hombre hizo caso omiso de sus palabras y siguió golpeando el crista, que resistió un par de puñetazos más hasta que apareció la primera grieta, y con ella las primeras salpicaduras de sangre que venían de la mano del hombre. Maya trató de abrir la puerta que conectaba con la sala de extracción pero estaba cerrada con llave, y su llave estaba en el escritorio detrás del cristal.

   —¡En cuanto entre te voy a matar, zorra! —gritaba el hombre fuera de sí.

  Con cada nuevo golpe, con un puño y otro, el cristal se agrietaba más. La sangre goteaba por el cristal y manchaba el escritorio y las paredes al salpicar. Era cuestión de tiempo que el hombre consiguiera volcar el cristal. Maya trataba de entrar en la otra sala pero sus esfuerzos eran en vano y Ethan parecía no escucharla o no estar dentro.

   —¡Ayuda! —gritó Maya desesperada— ¡Seguridad!

     Cuando finalmente el cristal cedio y se rompió en mil pedazos Maya sintió que el mundo iba a cámara lenta. El hombre parecía sacado de una película de zombis. Ensangretado y tambaleante se lanzó por el hueco recien creado, cayendo de bruces e interponiéndose entre ella y la salida. Con dificultad se levantó y se dirigió a Maya. Quizá en ese momento ella hubiera tenido tiempo de huir pero el shock le había impedido pensar con rapidez. La joven buscaba desesperada algo con lo que defenserse a su alrededor.

   En el momento en que el hombre, a escasos centímetros de ella, levantó el puño dispuesto a golpearla, Maya vio como una pálida mano de hombre rodeaba con fuerza la muñeca del atacante. La sangre del tipo comenzó a caer por la mano de su defensor, creando un curioso contraste. El ambiente se volvió pesado, como si una presencia maligna y poderosa hubiera reclamado la energía de la sala para sí, pero de forma contradictoria Maya sintió como si todo el estrés mental que había acumulado hasta ese momento se barriera de un plumazo.

   —La señorita le ha dicho que abandone el edificio —dijo el hombre vestido de traje que había parado el ataque.




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