Maya dio un respingo al ver a Ethan. Había ensayado mentalmente cómo iba a actuar, qué le iba a decir, pero ahora, frente a él, se quedó en blanco.
—¿Todo en orden? —preguntó Ethan, con gesto atento—. Estás muy pálida. Igual deberías tomarte un descanso.
Maya tragó saliva y obligó a su cerebro a reaccionar. Vamos, Maya, actúa normal.
—Acabo de llegar, no necesito descanso —dijo, apartando la vista—. Solo he dormido mal, nada más.
—Oí que había una voluntaria nueva, pero no imaginé que fueras tú —comentó Ethan, relajado—. ¿Vienes por algún tipo de retribución?
Maya había pensado interrogarlo sin que lo notara, pero era él quien la interrogaba a ella, disimulando.
—Algo así —respondió—. Me dijeron que llegué en muy mal estado. No recuerdo nada, pero ahora me gusta sentirme útil.
Ethan asintió, sonriendo de forma extraña. Maya sintió que la estaba calibrando, juzgándola, como si supiera perfectamente a qué había venido.
—Voy a la sala de extracción a preparar unas cosas. Si necesitas algo, avísame.
Se marchó y cerró la puerta tras de sí. Maya respiró aliviada. Tal vez solo fueran paranoias suyas y nadie sospechaba nada. El cerebro suele exagerar los miedos cuando estás nerviosa, se dijo, intentando calmarse.
La noche transcurría tranquila. Demasiado tranquila para ser viernes. Normalmente los fines de semana eran los peores, repletos de borrachos y buscavidas. La mayoría se iban frustrados, otros a veces se volvían violentos.
—Lo siento, señor, pero en el registro dice que usted no puede donar —le dijo Maya a un hombre claramente borracho, preparándose para lo peor.
—¿Qué tontería es esa? Claro que puedo, déjame pasar —protestó el hombre, tambaleándose—. Si eso luego lo analizan.
Precisamente por eso sé que no puedes donar, pensó Maya.
—Son las normas. Yo no decido nada, solo informo —le dijo, manteniendo la calma.
El hombre era un habitual del turno de noche. Pelo rubio, sucio, con rastas que parecían resultado de abandono más que de estilo. Ojeras profundas, ropa destrozada y un olor a alcohol imposible de disimular. En su ficha ponía que no llegaba a los treinta, pero Maya le echaría cincuenta fácilmente.
—Venga, vamos a medias. Te doy la mitad de lo que me den —insistió el hombre, acercándose peligrosamente al cristal.
Antes de que Maya pudiera negarse otra vez, el tipo cambió de actitud y golpeó el cristal.
—¡Abre la puta puerta, joder! —gritó.
Maya retrocedió, volcó la silla y casi tropieza. Quiso acercarse a la puerta interna para pedir ayuda, pero estaba cerrada con llave y la suya estaba tras el mostrador.
—Por favor, cálmese. Va a hacerse daño —balbuceó, temblando.
El hombre la ignoró, golpeando el cristal cada vez con más fuerza. Pronto apareció la primera grieta, y luego la sangre, manchando el escritorio y el suelo. Maya intentó abrir la puerta interna, sin éxito. Ethan no respondía. El miedo le caló los huesos.
—¡En cuanto entre, te voy a matar, zorra! —vociferaba el tipo, fuera de sí.
Con cada golpe, el cristal se fragmentaba más. Era cuestión de segundos. Maya miraba desesperada a su alrededor, buscando algo con lo que defenderse. Pero cuando el cristal se rompió, todo pareció suceder en cámara lenta.
El hombre, sangrando y fuera de control, se lanzó por el hueco, cayendo de bruces y bloqueando la única salida de Maya. Se levantó tambaleante, levantando el puño. Maya, paralizada por el shock, solo pudo retroceder.
Entonces, una mano pálida y fuerte sujetó la muñeca del agresor en el aire, deteniéndolo en seco. La sangre del atacante resbalaba por la mano de aquel nuevo hombre, formando un contraste extraño.
El ambiente se volvió denso, opresivo, pero Maya sintió que la tensión y el miedo se barrían de su mente, como si alguien los arrancara de raíz.
—La señorita le ha pedido que abandone el edificio —dijo una voz firme y fría.
El hombre vestía de traje. Maya lo reconoció al instante. Llevaba semanas pensando en él.
Viktor.