Cuando el sol se esconde

10

Maya intentó incorporarse, aturdida, pero tras la segunda ráfaga de disparos decidió quedarse pegada al suelo, lo más plana posible. Oh, dioses, voy a morir aquí sin ver ni quién me mata, pensó. No entendía cómo Viktor ni los atacantes podían moverse en la oscuridad total; ella no veía absolutamente nada.

Viktor, en cambio, parecía moverse sin dudar. Sacó su arma de la parte trasera del cinturón y respondió al fuego. Maya, en los destellos breves de luz, contó dos atacantes. Ambos se protegían en la esquina del pasillo.

—¿Quién os envía? —gritó Viktor, firme, sin bajar el arma—. Entregad las armas y podemos evitar que esto acabe peor.

No hubo respuesta. Maya, aprovechando la confusión, se arrastró hacia las escaleras y salió de la línea de fuego. Allí, a tientas, recordó que debía haber un cuadro eléctrico en la pared. Empezó a buscarlo a ciegas, palpando el yeso con desesperación.

Viktor, impaciente, dio un par de pasos hacia los atacantes, esperando forzarlos a volver a la línea de tiro. Dudaba si jugársela al cuerpo a cuerpo.

Maya sacó el móvil y, con el brillo al mínimo, iluminó apenas lo justo. De pronto, una nueva ráfaga de disparos le hizo contener el aliento y apagar la pantalla. Se pegó a la pared, temblando. Al tantear, su mano rozó una caja metálica. Era el cuadro eléctrico. Buscó la manija y la abrió.

Mientras tanto, Viktor acertó a uno de los atacantes, pero no lograba abatirlo. Recordó la última vez que luchó contra uno de los suyos: tuvo que vaciar el cargador entero antes de poder rematarlo de cerca. Ahora solo tenía el cargador puesto y uno de reserva.

Maya encendió la linterna y estudió el interior del cuadro. Alguien había cortado limpiamente los cables de los fusibles. Sacó la navaja que siempre llevaba encima y empezó a pelar los cables. Era arriesgado—podía electrocutarse—pero prefería eso a morir de un balazo. Bajó todos los interruptores, empalmó los cables pelados y fue subiendo los diferenciales uno a uno, rezando porque no saltara nada.

De repente, el edificio se llenó de luz. Maya sonrió al ver su pequeño milagro.

El cambio pilló a todos por sorpresa, pero Viktor reaccionó antes. Disparó tres veces a uno de los atacantes, que, tras un grito ahogado, cayó al suelo… y se redujo a una pila de cenizas y ropa.

Maya, asomada desde las escaleras, se quedó helada. ¿Qué demonios…? Había un cuerpo menos, pero solo quedaban las ropas y un montón de polvo. Eso no podía ser real. Pero no había tiempo de pensar.

—¡Eh, tú! —gritó Maya, buscando distraer al atacante—. ¡La policía ya viene, capullo!

Su plan improvisado surtió efecto: el segundo atacante, con velocidad antinatural, corrió hacia ella, esquivando a Viktor. Maya retrocedió, tropezó y cayó de espaldas. Esto no puede estar pasando.

El atacante levantó el arma. Justo cuando iba a disparar, Viktor apareció a su espalda y le arrebató el arma con un movimiento brutal, poniéndose entre Maya y el atacante. El asaltante intentó lanzarse sobre Viktor, ¿iba a… morderle?

Maya, jadeando, recordó la navaja. Se incorporó y, sin pensar, se lanzó hacia el atacante, clavándole la hoja en el cuello con todas sus fuerzas. El tipo ni se inmutó. Viktor, rápido, extrajo la navaja y solo brotó un débil hilo de sangre—como si no tuviera pulso.

—Apunta al corazón —dijo Viktor, voz seca.

Clavó la navaja en el pecho del atacante. Este se quedó rígido, como muerto.

—¿Está… muerto? —jadeó Maya.

—No. Solo paralizado —respondió Viktor, recargando el arma—. Pero no por mucho tiempo.

Cinco disparos en la cabeza. Maya contó cada uno. El cuerpo del atacante se desmoronó en polvo y ropa. Solo quedó la navaja, caída sobre las cenizas.

—Ahora sí —dijo Viktor, bajando el arma—. Ahora sí está muerto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.