Maya despertó con la luz del sol filtrándose por el ventanal. Por un momento, desorientada, pensó que todo había sido una pesadilla. La cama, el espacio, la calma extraña. Pero los recuerdos volvieron en un torrente: la noche, los disparos, el miedo, Viktor.
Se incorporó despacio. La habitación era demasiado lujosa, demasiado silenciosa. Se duchó, se cambió y encontró el post-it en la puerta, la caligrafía perfecta de Viktor: Sé libre de recorrer la casa durante el día, pero no me despiertes si no es urgente. He dejado comida en la cocina y un juego de llaves en la entrada por si quieres salir. Vuelve antes del anochecer. Viktor.
La cocina, moderna y enorme, estaba iluminada como un escaparate. Maya dudó al abrir la nevera, y cuando vio las bolsas de sangre la cerró de inmediato. Desayunó sentada en el sofá, contemplando la ciudad a través del cristal. Todo parecía tan normal y, al mismo tiempo, irremediablemente extraño.
Luego exploró la casa, deambulando como una visitante en un museo privado: la biblioteca, los despachos, los libros imposibles. Se sentía fuera de lugar, pero también a salvo por primera vez en días.
El móvil vibró con llamadas y mensajes acumulados. Solo entonces recordó el trabajo, la vida que hasta ayer era suya. Respondió a Reyes como pudo, dando excusas vagas.
Pasó la tarde en silencio, esperando que Viktor despertara, viendo cómo el sol se escondía entre los edificios. Cuando la puerta se abrió y escuchó su voz, el alivio fue inmediato.
—¿Has pasado buen día, Maya? —preguntó Viktor.
—Pensaba que no podías salir con sol —dijo, sin girarse.
—A esta hora puedo, pero no mucho más. Si me acerco, es peligroso.
Maya lo miró solo de reojo, buscando su sombra en la puerta, como si el propio Viktor no acabara de pertenecer a este mundo.
—He hablado con mi jefa. ¿Qué ha pasado con mi edificio?
Viktor desvió la mirada, más vulnerable de lo habitual.
—Ha sido difícil cubrirlo todo. No quedó nadie. No hemos sido nosotros. Solo tapamos el rastro.
—Tanta gente muerta… —susurró Maya—. ¿Es por mi culpa?
Viktor negó con firmeza, su voz baja y grave.
—Es culpa del asesino. Nadie más.
Maya se apartó del ventanal. Tenía el móvil en la mano, los nudillos blancos de tanto apretar.
—No confío en los tuyos —admitió, casi un suspiro—. Pero… confío en ti.
Viktor quiso acercarse, pero el sol todavía mandaba. Se contuvo.
—Recuperamos algunas de tus cosas. Un amigo mío las tiene. Quiero que lo conozcas, si decides seguir adelante.
—¿También es…?
—Sí. Si sigues, conocerás a varios. Todos de fiar.
Cuando el último rayo de sol desapareció, Viktor por fin pudo acercarse. Dudó un segundo y, en lugar de tocarle el hombro, la dejó respirar. Se fue a la cocina; regresó con una taza, que dejó lejos de ella.
—¿Quieres estar sola un rato? —preguntó.
—Solo responde algo. ¿Voy a poder volver a tener una vida normal?
Viktor se sentó a su lado, despacio. Dejó la taza a un lado.
—Depende de lo que llames normal. Podrás trabajar, viajar, salir, ser quien quieras, pero jamás podrás contar esto a nadie. Y habrá peligro. No te mentiré.
—¿Puedo abrir la ventana? —preguntó, con la voz quebrada.
—Claro. Déjame.
Viktor abrió la ventana. Maya se asomó, respirando hondo, intentando expulsar la angustia. Pero no funcionaba. El aire no le bastaba. Todo volvía: la señora Mercedes del bajo, la pareja joven, la madre soltera y su bebé. El dolor la superó.
—¿Maya? —la voz de Viktor sonó lejana, como a través del agua—. ¿Te llamo una ambulancia?
No podía contestar. Le fallaron las piernas y todo se volvió borroso. De repente, sintió los brazos de Viktor sujetándola, su calma y su fuerza. La recostó en el sofá, abanicándole el rostro con una carpeta. Viktor la guió, mano sobre mano, respirando juntos hasta que el pánico remitió.
—¿Mejor?
Maya asintió, exhausta. Tomó aire y lo sostuvo unos segundos.
—¿Dónde aprendiste esto?
—No necesito respirar, pero aprendí a fingirlo —respondió Viktor, con media sonrisa—. Si no, la gente sospecharía.
—Siempre me pregunté cómo hacían para respirar los vampiros. Leí El pequeño vampiro de niña.
Viktor se rió, de verdad. El sonido la alivió más que el aire. No pudo evitar sonreír.
—No me río de ti, lo juro.
Él mismo parecía sorprendido de su propia risa.
—Siento que nos hayamos conocido así —dijo, de pronto más serio—, pero me alegro de haberte conocido.
Maya, sin pensarlo, se inclinó hacia él y lo besó, suave, como un acto reflejo, una forma de aferrarse a lo único que ahora le parecía real.