Cuando el sol se esconde

16

Maya dejó caer la caja en el suelo del recibidor, sin preocuparse de si se rompía algo. Tapó su cara con las manos, sintiendo cómo la vergüenza y la tristeza le ardían por dentro. No era de llorar en público, ni de mostrar debilidad delante de nadie, pero ya no podía sostenerlo más. Ni siquiera sentía que ese lugar fuera su casa, ni que su cuerpo fuera suyo. Todo era irreal, como si estuviera atrapada en una pesadilla de la que nadie le permitía despertar.

Viktor no dijo nada al principio. Se limitó a cerrar la puerta con suavidad, dejó también su caja en el suelo, y se quedó a su lado. Esperó a que Maya dejara de sollozar y, cuando vio que su respiración era menos agitada, se agachó frente a ella.

—Te prometo que esto no será siempre así —dijo en voz baja, buscándole los ojos—. No puedo devolverte la vida que tenías antes, pero… puedes construir algo distinto, aunque ahora no lo veas.

Maya negó con la cabeza, secándose la cara torpemente. Le ardían los ojos.

—¿Tú nunca has perdido todo lo que eras? —preguntó, casi en un susurro.

—Más de una vez —contestó Viktor, con una media sonrisa triste—. Y lo peor es que, aunque vivas siglos, nunca te acostumbras del todo.

Maya se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra la pared. No tenía fuerzas para levantarse. El pasillo, con las cajas, el bolso, su portátil y la ropa desparramada, era el escenario de su derrota. Viktor se sentó a su lado, a poca distancia.

—¿Por qué no te fuiste cuando todo empezó a complicarse? —dijo Maya, girando la cabeza hacia él—. Podrías haberte lavado las manos, decir que no era asunto tuyo.

Viktor la miró, serio, y después bajó la vista.

—He cometido suficientes errores por quedarme al margen en el pasado —confesó—. A veces uno sólo tiene que elegir si va a hacer lo correcto aunque le complique la vida.

Un silencio pesado se instaló entre los dos, pero esta vez Maya sintió que podía respirar un poco mejor. Había algo en la presencia tranquila de Viktor que la anclaba a la realidad, aunque también la inquietaba de una forma nueva.

—No sé si estoy lista para nada de esto —admitió Maya.

—Nadie lo está —respondió Viktor—. Pero yo voy a estar aquí mientras lo decides.

Maya lo miró. En ese momento, no era el hombre trajeado, ni el monstruo, ni el salvador misterioso. Era solo alguien que entendía cómo se sentía.

Viktor alargó una mano, dudando, y finalmente la posó sobre el dorso de la de Maya. Sus dedos estaban fríos, pero el gesto la tranquilizó más que cualquier palabra.

—Ven, vamos a sentarnos al salón. Tienes que descansar —dijo él, levantándose y tendiéndole la mano.

Ella la aceptó y, aún tambaleante, lo siguió hasta el salón. Viktor le preparó una infusión caliente y se la dejó sobre la mesa, junto con una manta.

—Si quieres puedes dormir aquí. O si prefieres estar sola, puedo irme —le ofreció.

Maya negó con la cabeza y se acurrucó en el sofá, con las piernas recogidas y la manta sobre los hombros. Viktor se sentó a su lado, pero sin invadir su espacio.

—¿Esto es tuyo? —preguntó Viktor, cogiendo un cuaderno que había salido de la caja.

Maya lo miró y asintió. Era su diario de cuando era adolescente, cubierto de pegatinas y garabatos. Lo había olvidado completamente.

—Nunca pensé que terminaría volviendo a esto —dijo, medio riendo, medio llorando.

—Quizá te ayude a recordar quién eras —sugirió Viktor.

Maya le quitó el cuaderno y lo abrazó contra el pecho. De pronto, su dolor se transformó en rabia.

—No quiero quedarme así, llorando y sintiéndome una víctima —dijo con determinación—. Si alguien tiene la culpa de que toda esa gente muriera, lo quiero encontrar. Quiero saber por qué. Quiero hacer algo, no solo sobrevivir.

Viktor sonrió, como si por fin reconociera algo familiar en ella.

—Eso me gusta más —dijo—. Y para eso necesitamos saber quién atacó el club y qué están buscando.

—¿Y si no es humano, cómo vamos a encontrarlo? —preguntó Maya, más fría ahora.

—Las criaturas no aparecen de la nada. Siempre hay rastros. Y tú eres muy buena siguiendo rastros —le recordó Viktor.

Maya dejó el cuaderno en la mesa, respiró hondo y asintió. Miró su portátil, el mismo que había usado en noches de insomnio para piratear servidores y, más tarde, para proteger empresas de los mismos ataques que antes ejecutaba.

—¿Los teléfonos que me dieron… pueden ayudar? —preguntó.

—Son de humanos y de los nuestros que han caído en las últimas semanas. Si hay algo relevante, está ahí —respondió Viktor.

Maya tomó aire. Ya no se sentía del todo una víctima. O al menos, no sólo una víctima. Si había una manera de vengar a sus vecinos, de devolver el golpe a los que le habían arrebatado todo, la iba a encontrar.

—¿Puedo trabajar aquí? —preguntó, señalando el despacho.

—Es tu casa ahora —dijo Viktor, sin dudar.

Maya llevó el portátil y los teléfonos al despacho, conectó el primero y empezó a trabajar. Pronto, la familiaridad de las líneas de código, el zumbido del ventilador y la lógica fría de los datos la calmaron. Viktor se quedó cerca, sentado en silencio, dejándola concentrarse.

Pasaron las horas. Maya saltaba de un móvil a otro, cruzaba registros, extraía mensajes cifrados y fotos borrosas de aplicaciones de mensajería oculta. Encontró contactos, ubicaciones, listas de nombres, transferencias de dinero. Uno de los móviles, el más destrozado, tenía aún la geolocalización activa de una noche reciente: una vieja fábrica en las afueras.

—Aquí hay algo —dijo Maya, llamando a Viktor—. Una cita recurrente, mensajes que sólo aparecen a ciertas horas. Y la ubicación se repite cada vez que se manda.

Viktor se inclinó sobre su hombro para mirar la pantalla. Durante un instante, Maya sintió el frío de su piel junto a la suya y se estremeció, pero no retrocedió.

—Buen trabajo —dijo Viktor—. Eso puede ser justo lo que necesitamos.




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