El viaje en coche hacia la nave industrial fue silencioso, salvo por el sonido de la ciudad alejándose. Maya, con la adrenalina surgiendo en oleadas intermitentes, trataba de mantener los dedos quietos en su regazo. Llevaba el portátil en la mochila, una linterna pequeña y el cuchillo que Viktor le había dado, incómodo y casi ridículo bajo su ropa, pero no se quejó. Sabía que, si algo salía mal, su papel sería sobrevivir y ayudar a Viktor como pudiera, no hacer de heroína.
El polígono era una sucesión de naves idénticas, con letreros oxidados y farolas a medio fundir. Viktor aparcó el Aston Martin a una manzana, camuflándolo entre furgonetas y camiones viejos. Se ajustó el abrigo oscuro, echó una mirada rápida al entorno y le hizo una señal a Maya.
—Recuerda, si pasa algo, te escondes. No intentes ser valiente. Solo dame apoyo con lo que puedas desde el portátil —le susurró.
Maya asintió, tragando saliva, sintiendo de nuevo el vértigo en el estómago. Caminó junto a él, pegada a la sombra de las paredes, evitando los charcos de agua negra y los cristales rotos.
La fábrica, según lo que Maya había rastreado, era una tapadera. Había una red WiFi encriptada, oculta entre las señales del polígono, y el flujo de mensajes cifrados entre varios de los móviles de la célula los situaba aquí, al menos durante la última semana.
Viktor inspeccionó la verja: candado nuevo, pero oxidado en los extremos. No fue problema para él. De un movimiento casi invisible, dobló el metal y empujó la puerta suavemente. Adentro, el patio estaba cubierto de escombros y hierba reseca. Se movieron en silencio hasta la entrada lateral, que Maya había señalado en el plano: la cámara de seguridad más próxima tenía un retardo de ocho segundos entre cada barrido. Era su oportunidad.
—Ahora —susurró Maya.
Viktor la empujó con suavidad delante de él, cubriéndola, y entraron a la nave. Dentro, la oscuridad era casi total. El olor a óxido, humedad y algo más metálico y espeso les llenó los pulmones.
Maya se acuclilló junto a una pila de cajas viejas y sacó el portátil, conectándose a la red WiFi de la célula. En la pantalla, los paquetes de datos fluían rápido: tráfico de cámaras, sensores, mensajes encriptados. Le sudaban las manos.
—Puedo anular las cámaras unos minutos —susurró—, pero después será evidente que alguien está aquí.
—Hazlo —respondió Viktor. Se agazapó junto a una columna, los ojos brillando en la penumbra, atentos a cualquier movimiento.
Maya tecleó con rapidez, pirateando la consola remota del sistema de vigilancia. Conocía el software: era caro, pero vulnerable a exploits que había visto en foros oscuros. En segundos, los monitores del recinto quedaron en negro. En ese instante, un par de linternas se encendieron al fondo del almacén. Voces, primero bajas, luego cada vez más tensas.
—¿Lo has oído? —murmuró una voz grave.
—Seguramente ratas —contestó otra, más joven, pero nerviosa.
Maya mantuvo la respiración. Desde su posición podía ver siluetas: tres hombres, todos armados. Uno, al menos, llevaba un subfusil. Viktor no pestañeó; sus ojos, ahora más pálidos, reflejaban la luz con un brillo antinatural.
—Mantenlos distraídos —le susurró a Maya, con un tono que admitía pocas dudas.
Ella asintió, tragando saliva, y forzó una alarma secundaria en la consola, haciendo saltar el detector de movimiento en el ala opuesta de la nave. Las linternas se desviaron al instante.
—Mierda, hay algo en la zona este.
—Ve tú primero, yo cubro —dijo el del subfusil.
Viktor aprovechó el movimiento. Se deslizó entre las sombras con una velocidad imposible, como si el aire mismo no quisiera estorbarle. En segundos, estuvo tras el último de los hombres. Maya apenas pudo seguirlo con la vista. Vio, sin entender bien cómo, el destello blanco de los colmillos y el crujido de un cuello al romperse. El cuerpo del primer enemigo cayó como un saco. El siguiente se giró justo a tiempo para ver a Viktor abalanzarse sobre él, los ojos brillando con una furia inhumana.
El tiroteo fue breve, violento. Maya se pegó al suelo, cubriéndose la cabeza con las manos cuando el subfusil escupió fuego a ciegas. Pero Viktor ya estaba encima: lo desarmó de un golpe, retorciéndole la muñeca y lanzándolo contra una columna. El disparo perdió fuerza, y el hombre gritó, pero su grito fue cortado en seco por la mano de Viktor, que lo sostuvo por el cuello. No hubo piedad; la sangre manó, oscura y viscosa, y Maya vio cómo Viktor se alimentaba, aunque solo un instante: el hombre cayó inerte y Viktor se limpió los labios con la manga del abrigo.
Un tercero, el más joven, echó a correr por un pasillo lateral. Viktor le hizo un gesto a Maya.
—¡Rápido! Dame acceso a los servidores —jadeó, la voz ronca por la sangre.
Maya se arrastró hasta la caja de conexiones. Tenía el portátil a medio colgar y los dedos le temblaban, pero consiguió clonar el tráfico de la red local, extrayendo ficheros y conexiones activas. Escuchaba el eco de los pasos del fugitivo, las órdenes furiosas de Viktor mientras le perseguía. De repente, la nave entera se llenó de gritos. El último enemigo había dado la alarma.
Maya descargó todo lo que pudo, forzando el volcado de datos en una memoria USB. Al fondo, escuchó golpes, gruñidos, disparos que se apagaban en la distancia. El olor a sangre era ahora imposible de ignorar, y sentía las arcadas subirle por la garganta. La cabeza le daba vueltas.
El portátil indicó que la transferencia había finalizado. Maya lo cerró de golpe, guardó la memoria y se pegó a la pared. Un minuto después, Viktor apareció ante ella, la camisa rasgada, sangre en el cuello y en los nudillos. El enemigo no apareció más.
—¿Estás bien? —preguntó Viktor, arrodillándose a su lado. Le tomó el rostro con manos frías, manchadas de rojo.
Maya asintió, temblorosa, incapaz de hablar.
—Solo era una célula —dijo Viktor—. Son peones. Los verdaderos responsables están lejos de aquí, pero esto servirá para seguir su rastro.