De vuelta en el apartamento, Maya entró aún en trance, los pasos pesados y la ropa salpicada de manchas secas y oscuras. La memoria USB, con todos los datos obtenidos, parecía más pesada en su bolsillo que el propio portátil colgado al hombro. Se sentía agotada, con las piernas como de plomo y la garganta reseca, pero también vibrando de una extraña energía: ese filo invisible entre el miedo y la euforia que sólo conoce quien ha rozado la muerte y ha salido ileso.
Viktor cerró la puerta tras de sí, echando el cerrojo con un gesto rápido y preciso. Se acercó a ella en silencio, observando cada temblor, cada mínimo titubeo en su cuerpo.
—Déjame verte —dijo, apenas un susurro.
No era una orden, sino una súplica baja, íntima. Maya se dejó caer en el sofá, y por un instante sólo quiso hundirse en los cojines y dejar de pensar, dejar de sentir. Pero Viktor se arrodilló frente a ella, tomando sus manos entre las suyas, cálidas ahora, como si la batalla hubiera encendido algo humano en su interior.
Maya no supo cuánto tiempo pasó así, sintiendo el roce de sus dedos sobre los nudillos, el pulgar de Viktor dibujando círculos en la palma. Cuando alzó la vista, él la miraba sin disfrazar nada: preocupación, deseo, culpa y admiración todo a la vez. El aire estaba cargado de algo más denso que el miedo.
—¿Te he asustado? —preguntó Viktor, la voz ronca, casi dolorida.
Maya negó con la cabeza, aunque era sólo una verdad a medias. Lo que más la asustaba ahora no era él, sino lo que despertaba en ella. Una parte de sí misma, esa que durante años había mantenido oculta y fría, deseaba entregarse, dejarse llevar, aunque fuera sólo por una noche.
—Estoy viva —susurró Maya, y se sorprendió de que la voz no le temblara—. Es lo único que sé.
Viktor la miró como si hubiera pronunciado un secreto sagrado. Se inclinó y apoyó la frente contra la suya, dejando que sus respiraciones se mezclaran, tibias y descompasadas.
—No tienes que ser fuerte ahora —murmuró—. No delante de mí.
Maya cerró los ojos, permitiéndose ese lujo: relajar los hombros, dejar que el temblor la recorriera entera, sentir cómo las lágrimas pugnaban por salir y no las retenía. Sentía la piel sensible, el pulso acelerado y, bajo todo el cansancio, un hambre distinta: la de sentir, la de saberse real.
Fue Viktor quien se movió primero. No la tomó por la fuerza ni buscó besarla de inmediato. En su lugar, se sentó a su lado, la rodeó por los hombros y la atrajo hacia él con un gesto lento, sin prisas. Maya se dejó acunar, encajando la cabeza bajo el mentón de él, aspirando su aroma: frío, metálico, pero también inesperadamente humano, con un deje a colonia y a ropa limpia.
La intimidad del momento era distinta a cualquier otra. En el silencio roto sólo por el latido de sus corazones, Maya se aferró al brazo de Viktor, sintiendo los músculos tensos bajo la tela de la camisa. Él la acarició con paciencia, como si supiera que las heridas invisibles tardan más en sanar que las del cuerpo.
Cuando por fin Maya levantó la vista, sus labios estaban tan cerca que era inevitable besarlos. No fue un beso voraz ni desesperado, sino uno lento, como si ambos quisieran memorizar el sabor del otro. Sus bocas se buscaron y se encontraron, suaves al principio, luego más firmes, más seguros, hasta que la respiración de Maya se aceleró y sintió el calor en la base del vientre.
Viktor no se apartó. Sus manos se deslizaron por la espalda de Maya, subiendo bajo la camiseta, acariciando la piel con la yema de los dedos. Maya se estremeció, dejando que los dedos se enredaran en el cabello de Viktor, atrayéndolo más. Las barreras se fueron cayendo una a una: la camisa, los tirantes, la ropa entre sus cuerpos, todo caía al suelo en silencios cargados de electricidad.
La pasión, cuando llegó, no fue urgente sino profunda, casi reverente. Viktor exploró el cuerpo de Maya como si fuera un mapa secreto, deteniéndose en cada curva, cada pliegue, cada cicatriz. Maya se dejó llevar, permitiéndose gemir, reír, jadear, llorar y estremecerse bajo sus caricias.
En un momento dado, Viktor se detuvo, acariciando su mejilla.
—Si quieres parar, dímelo —susurró—. No tienes que demostrarme nada.
Maya negó con la cabeza, con una media sonrisa temblorosa.
—No quiero parar —dijo simplemente, y le guió la mano hacia su pecho, cubriéndola con la suya.
El calor de los cuerpos, la diferencia de temperaturas, la piel erizada: todo conspiraba para que la noche se hiciera interminable. El placer fue lento, creciente, embriagador. Maya se arqueó bajo él, dejando que los dedos de Viktor dibujaran constelaciones en su piel, sintiendo la boca de él buscar sus pechos, su vientre, la curva de su cadera. Le devolvió las caricias con hambre, con curiosidad y deseo, dejando marcas suaves sobre la espalda, enredando las piernas con las de Viktor.
El clímax llegó como un latido compartido: largo, profundo, inevitable. Maya se aferró a él, los cuerpos pegados, la respiración desbocada, los labios todavía encontrándose una y otra vez en besos largos y húmedos. Sintió el temblor de Viktor, la forma en que la sostenía, la necesidad de no dejarla ir.
Después, no hubo palabras. Viktor la arropó con una manta, la mantuvo entre sus brazos, besó su frente y su cuello, acariciando el sudor de la frente y el cabello desordenado. Maya se acomodó en su pecho, notando el corazón de él —más lento, casi imperceptible, pero real—, y por primera vez en mucho tiempo no sintió miedo. No se sentía sola.
En la penumbra, Maya deslizó los dedos por la mandíbula de Viktor, estudiando la línea de su boca, el brillo de sus ojos.
—¿No tienes hambre? —preguntó ella, en un susurro cómplice.
Viktor sonrió, besándole la muñeca.
—No, ahora no. Pero si tuviera, tú estarías a salvo —susurró, mordiéndole con suavidad la piel, apenas una caricia de colmillos que hizo que Maya se estremeciera de placer.