Cuando el sol se esconde

20

El amanecer se filtraba tímidamente entre las cortinas de la habitación de invitados. Maya se despertó envuelta en la fragancia de la noche anterior, enredada entre las sábanas como si su cuerpo no quisiera olvidar nada de lo vivido. Tardó un momento en recordar dónde estaba. Luego el peso de los recuerdos cayó sobre ella como una ola cálida y extraña: el calor de Viktor, sus caricias, el eco de su respiración en su cuello, las manos, las miradas… y también la sangre. La sangre en el suelo de la nave, las huellas frescas, los cuerpos convertidos en polvo.

La adrenalina se había desvanecido, pero algo persistía. Una tensión en la base de la nuca. No sólo deseo. Era otra cosa. Algo que tenía que hacer.

Se sentó, en silencio, y se cubrió con una bata. La piel aún le dolía en los puntos donde el placer se había hecho tan intenso que casi había sido dolor. Al abrir la puerta, el apartamento parecía en pausa. Los ventanales daban a una ciudad tranquila, ajena al mundo oculto que latía bajo su superficie.

Sabía que Viktor dormía, justo enfrente. Cerró su puerta con suavidad, sin hacer ruido. La de él estaba entreabierta, pero no se atrevió a mirar. Una parte de ella lo quería allí, a su lado, pero otra sabía que debía enfrentarse sola a lo que tenían entre manos. La memoria USB, escondida bajo el portátil, aguardaba como un corazón negro palpitando.

Encendió el ordenador.

Había configurado previamente un sistema que permitía forzar entradas en la mayoría de los dispositivos móviles sin dañar los datos. Era lento. Tedioso. Pero seguro. Conectó el primero de los móviles recogidos y comenzó la descarga.

Mientras las líneas de código parpadeaban en la pantalla, Maya se dejó absorber por el ritmo de trabajo. El ruido blanco del ventilador, los clics de las teclas, el sonido sordo de su respiración. Era el tipo de rutina que conocía bien. Confortable. Controlable.

Hasta que los archivos empezaron a abrirse.

Mensajes. Imágenes. Vídeos. Todo de los atacantes. Conversaciones crípticas en grupos cerrados. Una aplicación disfrazada de lector de noticias que era, en realidad, un canal de coordinación. Había fotos de lugares: estaciones abandonadas, salas de ensayo, sótanos. Algunos nombres se repetían. “César”, “Belén”, “Frontera”. En varios audios se escuchaban voces, humanas, dando instrucciones. Otras veces, lo que parecía una lengua extraña, gutural, algo que no reconocía.

Y entonces, un mensaje de texto simple, reciente:

“Célula desmantelada. Nueva ubicación en curso. Infiltrado fallido. Borrar a la chica.”

Maya se quedó inmóvil. “La chica.” Ella. Lo decían tan frío, tan sencillo. Un fallo operativo. Un archivo a eliminar.

Sintió cómo el pecho se le encogía.

Abrió el siguiente móvil. El sistema operativo era diferente, pero el patrón se repetía: mapas, rutas, nombres en clave. Referencias a un traslado, a una red más grande. No tenían un líder único. Eran fragmentos de algo más grande. Tentáculos. Células. Como las de un cuerpo enfermo.

Entre los archivos, uno le heló la sangre: una imagen captada desde lejos. Ella, en la terraza de su edificio, semanas atrás. Sonriendo al móvil, hablando con alguien. Debía ser una captura de una cámara o un dron. Tenían registros de ella desde antes de conocer a Viktor. Desde antes de todo.

Cerró el portátil, incapaz de mirar más. El corazón le latía con fuerza. Miró hacia la puerta de Viktor. Cerrada. Silenciosa. Estaría dormido. No debía molestarlo. No podía.

Pero estaba temblando.

Tomó una de las tazas del mueble de la cocina, la llenó de café recién preparado y se sentó en el sofá. El sol caía ahora sobre el suelo con fuerza. El calor era agradable, pero ella tenía frío. Abrazó sus piernas. Pensó en lo que habían hecho la noche anterior, en cómo se había sentido protegida, deseada. Ahora, sólo quedaba el eco. El hueco donde anidaba la duda.

Él le había dicho que estaba a salvo. ¿Pero cuánto tiempo lo estaría? ¿Y Viktor… estaba en esto por ella? ¿O por el caso? ¿Por el equilibrio entre los mundos?

Le dolía no saberlo. Le dolía necesitar saberlo.

Al caer la tarde, Viktor despertó. Maya ya estaba sentada frente al portátil, los móviles conectados, una libreta a su lado con anotaciones. Llevaba horas trabajando, procesando, buscando patrones. Sintió la presencia de Viktor detrás de ella antes de oír su voz. Una energía. Algo en el aire.

—Has trabajado mucho —dijo él, con la voz aún áspera de sueño.

Maya se giró, sin apartarse del ordenador.

—Te dije que quería ayudar —respondió con tono neutro.

Viktor se inclinó a su lado, mirando la pantalla. Leyó rápido, con los ojos brillando.

—Esto es más grande de lo que pensábamos —murmuró.

—¿Lo sabías? —preguntó Maya, sin esconder la punzada de traición.

Viktor no respondió de inmediato. Se sentó a su lado, rozando apenas su pierna.

—Sabía que había movimientos extraños. Sospechaba que algo estaba gestándose, pero no tenía pruebas. Hasta ahora.

Ella se apartó ligeramente, cruzándose de brazos.

—Me estaban vigilando desde antes de conocerte.

—Y por eso estás aquí. Porque ahora no lo están. Porque no pueden —dijo Viktor, firme, sin alzar la voz—. Maya, entiendo que dudes. No te pido fe ciega. Pero te prometí que te protegería. Y lo haré.

Ella lo miró. Había sinceridad en sus palabras. Había algo más. Un temblor en la mandíbula, una tensión en el cuello.

—No necesito que me salves —dijo ella en voz baja.

Viktor se acercó más. No la tocó. No aún.

—No. Pero sí necesitas a alguien que esté dispuesto a morir por ti —susurró—. Y lo estoy.

El silencio entre ambos era como una corriente eléctrica. Maya lo sostuvo con la mirada, y esta vez no huyó. Se inclinó hacia él y rozó su mejilla con la yema de los dedos. Él se dejó hacer, quieto, como una fiera mansa.

—Esta vez no esperes que me contenga —dijo Maya, y su voz fue un suspiro contra su oído.




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