La ciudad se extendía iluminada al otro lado de los ventanales. Desde el ático de Viktor, la noche parecía un océano de luces parpadeantes y sombras profundas.
Maya se quedó tumbada, cubierta solo con una sábana, sintiendo cómo el pulso se le iba calmando. A su lado, Viktor estaba apoyado de costado, mirándola en silencio. Sus dedos jugaban distraídos con un mechón de su pelo, como si quisiera memorizar cada línea, cada textura.
—¿En qué piensas? —preguntó ella, con la voz todavía ronca.
—En lo que acabamos de hacer —dijo Viktor. Su voz era baja, casi un murmullo—. Y en lo peligroso que es para ti... y para mí.
Maya sonrió con suavidad.
—Creo que ya no hay marcha atrás, ¿no?
—No —admitió Viktor—. Pero tampoco lo quiero.
Ella se giró y apoyó la cabeza en su pecho. Podía escuchar el silencio donde debería haber un corazón latiendo. Eso le recordaba en cada respiración que no era humano. Y, sin embargo, ahora mismo, parecía más humano que nadie.
De pronto, Maya sintió un tirón en el estómago.
—El USB… —dijo, incorporándose.
—Tranquila —respondió Viktor, sentándose con calma. Su torso desnudo brilló débilmente bajo la luz de la ciudad—. Siguen copiándose los archivos.
Maya se levantó, recogiendo la sábana para cubrirse mientras caminaba hasta el salón. El portátil seguía encendido, varias ventanas abiertas con barras de progreso avanzando lentas. Maya se arrodilló frente a la mesa y comenzó a revisar cada archivo que se iba generando.
Viktor se acercó detrás de ella, poniéndose de cuclillas. La envolvió con sus brazos, apoyando el mentón en su hombro.
—Me gusta verte trabajar —dijo con una sonrisa apenas audible.
—No me distraigas —protestó ella, aunque se apoyó más contra su cuerpo.
Entre las carpetas aparecieron varios documentos cifrados y fotos: imágenes borrosas de rostros, registros de entradas y salidas, mapas con marcas en rojo y una lista de nombres. Maya abrió uno de los archivos, y al instante se encendió una alerta en el sistema.
—Mierda… —murmuró Maya—. Tenían una trampa de rastreo aquí.
—¿Qué significa? —preguntó Viktor, tensándose.
—Que sabrán que he abierto esto. Y si esos tipos son tan cuidadosos como creo, vendrán a por ello —contestó ella, apretando los dientes.
Viktor se incorporó de golpe. Fue al armario del salón y sacó una pequeña maleta metálica. La abrió y dentro había varias armas: pistolas, cargadores, un par de cuchillos, incluso algo que parecía un pequeño fusil desmontado.
—Necesito que sigas revisando. Encuentra cualquier pista sobre la célula principal. Yo me ocupo del resto —dijo Viktor mientras se vestía a toda velocidad.
Maya tragó saliva.
—¿Qué pasa si llegan mientras yo sigo aquí?
Viktor se detuvo un instante. La miró. Se acercó, tomó su rostro entre sus manos y la besó, esta vez con una calma calculada, como si quisiera dejar una marca invisible en ella.
—No permitiré que te toquen —prometió.
Ella asintió y volvió al teclado, temblando un poco pero sin apartar la mirada de la pantalla. Abrió otro documento: era un listado de direcciones y nombres en clave. Maya comenzó a copiarlo a un archivo secundario, mientras su corazón martillaba en el pecho.
Viktor se movía como un depredador en el apartamento. Revisó cada punto de entrada, ajustó el sistema de alarmas y colocó cargadores adicionales en lugares estratégicos. Cuando pasó por su lado, Maya sintió el aire cambiar, pesado y frío, como antes de una tormenta.
—Están cerca —dijo Viktor en voz baja, los ojos brillando con un leve tono carmesí.
Un fuerte golpe sacudió la puerta principal. Maya se giró de golpe y casi cae de la silla. Viktor la atrapó en el aire, obligándola a volver a mirar la pantalla.
—No te muevas. —Su voz era firme, autoritaria.
La puerta cedió en un estruendo. Tres figuras vestidas de negro, armadas, irrumpieron en el apartamento. Antes de que pudieran levantar sus armas, Viktor se abalanzó sobre el primero. Fue un borrón oscuro. Se escuchó un chasquido húmedo y un grito breve.
Maya tapó su boca para no gritar. Desde el suelo, vio a Viktor sujetar al segundo atacante por la mandíbula y el cuello, retorcerlo en un ángulo imposible, y luego lanzarlo contra el ventanal. El cristal vibró pero no se rompió.
El tercero disparó. Maya gritó. Viktor se movió rápido como un relámpago y tomó la bala en el brazo. Ni siquiera se detuvo. Atrapó al último hombre contra la pared y lo aplastó con tal fuerza que el sonido de huesos rotos llenó la estancia.
Viktor se giró con los ojos encendidos. Su respiración era irregular, como si luchara por controlar un hambre que Maya reconoció al instante. Su mirada se detuvo en ella. Una gota de sangre resbaló por su barbilla.
Maya se quedó helada. Sintió el latido de su corazón golpearle las costillas, el calor en sus mejillas. Un deseo oscuro, inexplicable, comenzó a crecerle en el vientre.
Viktor dio un paso hacia ella.
—Maya… —susurró, casi con dolor.
Ella se levantó, la sábana se deslizó de su cuerpo. No sintió frío. Solo un calor abrasador. Dio un paso al frente. Luego otro. Hasta que quedó frente a él.
Su mirada bajó al hilo de sangre en su barbilla. Sin pensar, sin poder detenerse, alzó la mano y lo limpió con los dedos. Se los llevó a la boca. La sensación fue inmediata: un latigazo dulce y violento, como una descarga eléctrica, que le encendió cada célula del cuerpo.
Viktor retrocedió, horrorizado y excitado a la vez.
—No. No hagas eso —gimió, su voz era un rugido quebrado.
Pero Maya ya estaba perdida. Lo abrazó con desesperación. Sus bocas se encontraron, mezclando el sabor metálico y el deseo puro. Viktor respondió, envolviéndola, sujetándola por la cintura y alzándola como si no pesara nada.
La llevó contra la pared, sus cuerpos chocaron con un golpe sordo. Maya enredó las piernas en su cintura, arqueándose hacia él. Él bajó los labios por su cuello, sintiendo su pulso.