Cuando el sol se esconde

23

Viktor aún la tenía abrazada cuando ambos se dieron cuenta, casi al mismo tiempo, de que la noche no había terminado.

—Tienen que saber que estamos aquí —dijo Maya, respirando aún entrecortada. Miró el portátil, que seguía encendido—. La señal del USB... pueden rastrearnos.

Viktor la soltó con cuidado, como si de pronto notara que estaba completamente desnuda. Él mismo tampoco llevaba casi nada encima, su cuerpo salpicado de sangre que no era suya. Sus ojos se encontraron y ambos rompieron a reír brevemente, nerviosos.

—¿En qué momento íbamos a ponernos ropa? —dijo Maya, con una media sonrisa que se desvaneció rápido.

—Ahora —respondió Viktor, con un tono decidido.

Él se movió con la velocidad felina que tanto la había impresionado la primera vez. Corrió hacia el dormitorio, sacó ropa del armario y la tiró sobre el sofá. Maya la atrapó al vuelo, se cubrió con la sábana para llegar al baño y comenzó a vestirse a toda velocidad: unos vaqueros negros, una camiseta ajustada y una chaqueta ligera.

Cuando salió, Viktor ya estaba vestido: pantalón oscuro, camisa negra y su chaqueta perfectamente entallada. Parecía un espectro elegante en medio del caos. Mientras se calzaba, ella no pudo evitar mirarlo con deseo, aunque el miedo ya le estaba devorando las entrañas.

—Necesitas llevar eso —dijo Viktor, señalando el portátil.

Maya lo desconectó con manos temblorosas, cerró la tapa y lo guardó en la mochila junto a el USB y su pequeño arsenal improvisado: navaja, cables, un mini router portátil.

—¿Tienes todo? —preguntó Viktor.

—Sí… bueno, creo que sí —respondió, ajustando la mochila sobre sus hombros.

Viktor se acercó, le puso una mano en la nuca y la atrajo hacia él para un beso breve, ardiente, cargado de una tensión que se quedó palpitando en el aire.

—Ahora vamos —dijo en un susurro firme.

Abrió la puerta principal con cautela, y Maya notó que llevaba un arma corta en la mano derecha. La luz del pasillo estaba encendida, pero el silencio era tan espeso que podía escucharse la respiración de ambos.

—Cerca de aquí hay un refugio —explicó Viktor mientras avanzaban pegados a la pared—. Es un piso franco que usamos cuando necesitamos desaparecer rápido. No está registrado a mi nombre ni al de nadie de la organización.

—¿Cuánto tardamos? —preguntó Maya, tensando los hombros.

—Si no nos interceptan, diez minutos. —Hizo una pausa, mirando el ascensor—. Pero no vamos a usarlo.

Bajaron por la escalera de emergencia. Los tacones de Maya resonaban con eco, así que se los quitó y los sostuvo en la mano. Sentía el frío del metal en los pies descalzos, pero no se detuvo. Su respiración era rápida, caliente contra el frío de la noche que se filtraba por las rendijas.

En el segundo piso, Viktor se detuvo de golpe y levantó la mano en señal de silencio. Maya se quedó congelada. Él se inclinó hacia la barandilla, olfateó el aire y se tensó como un lobo.

—Hay alguien abajo. Varios. —Giró hacia ella, sus ojos brillando apenas en la penumbra—. Quédate detrás de mí.

Maya asintió, aferrada a la mochila y a sus zapatos.

El primer atacante subió corriendo, sin esperarse que Viktor estuviera preparado. Antes de que pudiera levantar el arma, Viktor lo golpeó con tal fuerza que salió volando escaleras abajo, rebotando contra el hierro. Se escuchó un crujido seco y después un silencio absoluto.

Dos más aparecieron justo detrás. Viktor se lanzó sobre ellos, una sombra veloz. Maya se tapó la boca para no gritar. Escuchó disparos, golpes, el sonido de carne y huesos rompiéndose.

Cuando Viktor volvió hacia ella, estaba salpicado de sangre. Jadeaba, pero sus ojos seguían fijos en ella, como si confirmara que seguía ilesa.

—¿Estás bien? —preguntó.

Ella solo asintió. Tenía las piernas tan débiles que se apoyó en la barandilla. Viktor se acercó, la alzó sin esfuerzo y siguió bajando con ella en brazos.

—Vas a matarme de un infarto antes que esos tipos —logró murmurar Maya, apoyando la frente en su hombro.

Él soltó una risa baja, gutural, que retumbó en su pecho.
—Lo siento. Te prometí una vida tranquila, ¿verdad?

—No recuerdo haber firmado nada… —contestó ella, aún con la voz temblorosa.

Al llegar a la planta baja, Viktor la bajó con cuidado. Le dio una pistola pequeña que llevaba en un bolsillo interior. Maya la miró como si le hubiera dado un artefacto alienígena.

—Por si acaso. —Le guiñó un ojo—. Apunta y aprieta. Yo haré el resto.

Salieron al callejón trasero. Viktor escaneó la oscuridad antes de echar a correr. Maya lo siguió, descalza, sintiendo el asfalto frío bajo los pies.

Apenas doblaron la esquina, un coche oscuro frenó en seco. Viktor lo abrió de un tirón y prácticamente la empujó dentro. Subió tras ella, encendió el motor y salió derrapando.

—¿Cómo demonios…? —empezó a preguntar Maya, pero Viktor negó con la cabeza.

—Más tarde. Ahora concéntrate en revisar esos archivos. Necesitamos una dirección, un nombre, lo que sea que nos lleve a la célula principal.

Maya respiró hondo, abrió el portátil y empezó a trabajar. Cada pulsación del teclado parecía retumbar en el interior del coche.

Mientras lo hacía, sentía aún en los labios el sabor metálico, la mezcla de deseo y terror. Cada vez que levantaba la vista y veía el perfil afilado de Viktor iluminado por las luces fugaces de la ciudad, el latido se le aceleraba.

En un momento de calma tensa, él la miró de reojo y le pasó una mano por la nuca, acariciándola suavemente. Un gesto casi imposible en alguien que acababa de arrancar la garganta a tres hombres.

—No quiero perderte —dijo Viktor, casi sin voz.

Maya contuvo el aliento.
—No tienes que decirlo ahora… —respondió ella, tragando saliva.

—Sí tengo. Porque no sé si saldremos de esta noche.

Se miraron un instante eterno, interrumpido por el pitido del portátil: una coincidencia de dirección. Maya se inclinó sobre la pantalla, temblorosa.




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