Cuando el sol se esconde

25

El coche avanzó veloz por la autopista mientras las luces de la ciudad se convertían en un rastro borroso detrás de ellos. Maya no podía dejar de mirar por la ventanilla, viendo cómo el asfalto se tragaba todo lo que habían dejado atrás: los cadáveres, el polvo, el miedo. Pero, sobre todo, los fragmentos de su antigua vida que se iban disolviendo poco a poco.

Viktor conducía con el ceño fruncido. Había algo salvaje y elegante en su forma de mover las manos sobre el volante, la tensión contenida en sus antebrazos. Maya no podía apartar la vista.

—¿A dónde vamos? —preguntó, sin dejar de mirarlo.

—A un refugio seguro —contestó él, con voz grave—. Un ático que usamos como punto de paso. Solo nosotros lo conocemos.

El silencio se impuso unos minutos. Maya sentía el USB escondido en su sujetador como una piedra caliente contra su piel. Un recordatorio de que, pese a la adrenalina y el vértigo, seguía viva.

Cuando al fin se desviaron hacia una zona residencial de edificios altos y silenciosos, Viktor pulsó un pequeño mando y una de las puertas laterales se abrió con un zumbido. Entraron a un aparcamiento subterráneo vacío.

—Vamos. —Viktor le abrió la puerta antes de que pudiera reaccionar.

Subieron por un ascensor privado. Viktor mantenía la mirada fija en el indicador de pisos, mientras Maya respiraba agitada, todavía temblando.

—¿Estás bien? —preguntó él, rozando su brazo con una calidez que la desarmó.

—No lo sé —admitió ella—. Me siento... como si estuviera ardiendo por dentro.

Viktor la miró, sus pupilas dilatadas. Un instante eterno se clavó entre ambos. Sonó un "ding", y la puerta se abrió.

El refugio era amplio, diáfano. Una pared entera era de cristal, mostrando la ciudad como un océano de luces titilantes. Había muebles sobrios y funcionales, todo en tonos oscuros. A un lado, un escritorio con varios monitores y equipos. Al otro, una enorme cama, cubierta con sábanas negras.

Viktor cerró la puerta tras ella. Maya dio unos pasos, pero se quedó clavada en el centro de la estancia.

—Maya… —Viktor dijo su nombre como un canto grave, acercándose despacio.

Ella se giró, con la respiración rota. Lo miró a los ojos, y en ese instante sintió cómo su deseo y su terror se enredaban como cables quemados.

—Tienes sangre en la camisa —susurró, rozándole el pecho con los dedos.

Viktor bajó la vista, viendo la mancha oscura que seguía fresca. Su expresión cambió, endureciéndose, pero antes de que pudiera decir nada, Maya se inclinó hacia él. Su nariz rozó la tela manchada.

Un impulso visceral y desconocido la empujó. Su lengua rozó, apenas, la mancha. Viktor la sujetó por los hombros con fuerza, conteniendo un gruñido profundo.

—No deberías… —jadeó él, pero no se apartó.

Maya levantó la vista, sus labios manchados. Sus pupilas brillaban como si una tormenta eléctrica danzara dentro. Su mano subió por el cuello de Viktor, temblorosa, pero firme. Él dejó escapar un suspiro quebrado y sus colmillos, apenas retraídos, asomaron.

El aire se volvió denso, cargado de electricidad. Maya lo besó con violencia, casi rompiendo la distancia. Sus manos arrancaron los botones de la camisa manchada. Viktor respondió con una pasión brutal y al mismo tiempo cuidadosa, como si cada segundo fuera el último.

La llevó contra el cristal, sosteniéndola como si fuera liviana. Maya rodeó su cintura con las piernas, aferrándose a sus hombros. Sus caderas buscaron las de él con una urgencia instintiva.

—Te necesito… —susurró Maya entre jadeos.

—Eres peligrosa… —respondió Viktor, rozando su oreja con los labios.

Ella rio, una risa nerviosa y rota que terminó en un gemido cuando él la penetró con un empuje firme y profundo. La ciudad seguía ardiendo bajo ellos, indiferente, pero en esa habitación solo existían ellos dos. Maya arqueó la espalda, sus uñas marcando la piel helada de Viktor. Él se movía con un ritmo preciso, controlado y feroz a la vez.

El placer creció como un incendio que no podía contener. Viktor enterró el rostro en su cuello, respirando su aroma. Maya sintió el roce de sus colmillos en la piel, y por un instante, deseó que la mordiera, que la hiciera suya en un sentido más profundo.

—Viktor… —murmuró, tirando de su cabello.

Él se detuvo, temblando. Sus colmillos rozaron la arteria, pero no se hundieron.
—No… —gruñó él—. No ahora.

El momento se volvió aún más intenso. Maya gimió con fuerza, sintiendo cómo la energía se disparaba por todo su cuerpo. Viktor la sostuvo con fuerza, empujándola más y más cerca del abismo. Cuando el orgasmo la alcanzó, Maya se arqueó violentamente, gritando su nombre.

Viktor la siguió segundos después, su cuerpo tensándose, un rugido bajo escapándose de su garganta. Permanecieron pegados, respirando como si hubieran estado corriendo durante horas.

Finalmente, Viktor la abrazó con suavidad, apoyando la frente contra la suya.
—Casi no me contengo… —confesó con voz ronca.

—Lo sé… —susurró ella—. Pero no quiero que te contengas siempre.

Él rio, pero su risa era triste y dulce a la vez. La bajó con cuidado y la ayudó a vestirse. Sus dedos eran delicados, casi reverentes, mientras abotonaba su blusa y recogía mechones sueltos de su cabello.

—Ahora tenemos que ver el contenido del USB —dijo él al fin, volviendo a su seriedad habitual.

Maya asintió, con la piel todavía erizada y el pulso acelerado. Caminó hasta el escritorio y encendió uno de los monitores. Viktor se mantuvo detrás de ella, sus manos apoyadas en el respaldo de la silla, tan cerca que podía sentir su calor (o la falta de él) en la nuca.

El primer archivo se abrió y mostró un mapa de la ciudad, con varios puntos marcados. Al parecer, cada punto indicaba un almacén o refugio temporal. En otro archivo, encontró listados de nombres con fotos: humanos, vampiros, algunos tachados.

—Esto… esto es una red entera —dijo Maya, atónita—. No es solo una célula pequeña.




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