La noche avanzó mientras Maya seguía trabajando en el ordenador, revisando el contenido del USB, sintiendo el peso de cada nuevo descubrimiento. Viktor se mantenía cerca, en silencio, desplazándose por la estancia con ese andar felino suyo, apenas dejando huella. De vez en cuando, le pasaba la mano por la espalda o se detenía a observar la pantalla por encima de su hombro, como si quisiera memorizar cada detalle. El calor de su proximidad era una tentación constante.
A ratos, los dos sentían la urgencia, la tensión que se acumulaba tras el peligro, la sangre, la huida. Pero también el agotamiento, la sensación de que lo que compartían estaba por encima de los impulsos momentáneos. Habían pasado juntos por la violencia y el vértigo, y ahora quedaba un espacio de calma extraña, como si estuvieran a la espera de algo más grande que aún no comprendían.
Pasadas unas horas, el móvil de Viktor vibró suavemente sobre la mesa. Él lo cogió, revisó el mensaje con el ceño fruncido y luego le hizo una señal a Maya.
—El virrey ya ha recibido el informe preliminar. Nos recomienda permanecer aquí hasta recibir nuevas órdenes. —Guardó el móvil, girándose hacia ella—. Está agradecido por tu trabajo, pero quiere que nadie salga de este piso. Hay movimientos en la ciudad, gente de la célula que atacamos y otros nombres que has encontrado en el USB. Saben que tenemos información.
El silencio se hizo denso. Maya cerró la sesión en el ordenador, apagó la pantalla y dejó caer la cabeza en sus manos, frotándose los ojos.
—¿Estaremos seguros aquí? —preguntó al fin, la voz ronca.
—Es el mejor refugio que puedo darte. Y, si alguien intenta entrar, no me pillarán desprevenido. —Viktor lo dijo con esa calma peligrosa que lo caracterizaba, pero Maya detectó el cansancio en sus ojos. Había agotamiento incluso en sus gestos contenidos, en la tensión de su mandíbula, en la manera en que la miraba—. Debes descansar, Maya. Ha sido una noche larga.
Ella lo miró, notando por primera vez el leve temblor de sus manos, el color ceniciento en su piel. El reloj del equipo marcaba las cuatro y cuarto de la madrugada. Faltaban solo un par de horas para el amanecer.
Viktor la condujo con suavidad hasta la cama. El refugio era grande, pero en esa habitación todo era cálido, seguro, aunque con una atmósfera de fortaleza en asedio. Sin decir nada más, él fue al ventanal, comprobó de nuevo las persianas motorizadas y los cierres de seguridad. Luego se quitó la camisa manchada, se lavó la sangre seca del torso en el baño, y regresó descalzo, con los pantalones bajos y una camiseta negra.
Maya ya estaba sentada en la cama, abrazando las rodillas bajo la sábana. Viktor la observó desde la puerta, con una mezcla de deseo y ternura en la mirada. No se acercó de inmediato. Esperó a que ella le hiciera un gesto, y cuando Maya levantó una esquina de la sábana, él no dudó en deslizarse a su lado.
—¿No duermes nunca? —preguntó ella, en voz baja.
—Solo de día —susurró él, apoyando la cabeza en la almohada junto a la suya—. Es distinto a lo humano. Es más profundo. Pero si quieres, puedo dormir aquí.
Maya dudó. Sabía lo que significaba: para él, era exponerse en su momento de mayor vulnerabilidad. No solo un acto de confianza, sino casi de entrega. La luz del pasillo se filtraba apenas, dibujando líneas de sombra sobre la piel pálida de Viktor. Ella se giró hacia él, apoyando la frente en su hombro, sintiendo la piel fría y el aroma mineral de su cuerpo.
—Quédate —susurró, sin apartar la mano de su pecho—. No quiero estar sola.
Viktor asintió, y con un movimiento silencioso se tendió a su lado, cubriéndolos a ambos con la sábana. Maya se acomodó en su costado, rodeándolo con un brazo. Los dedos de ella trazaban líneas lentas sobre su torso, aprendiendo la textura de una piel que parecía no tener fin, ni tiempo, ni edad.
Sintió su respiración ralentizarse, volverse cada vez más superficial. Viktor se iba entregando al letargo del día, un sueño extraño y absoluto. Su cuerpo se relajó de una manera imposible para un humano: toda tensión se esfumó, como si estuviera muerto. Maya sintió un escalofrío, pero no de miedo, sino de asombro. Acarició su mejilla, le besó suavemente la boca, y sintió apenas el temblor de respuesta antes de que el sueño lo atrapara del todo.
Lo observó largo rato, estudiando cada rasgo. La mandíbula marcada, los labios entreabiertos, el color imposible de su piel bajo la tenue luz artificial. Podría haberle hecho cualquier cosa en ese estado, y él lo sabía. Eso la sobrecogió.
Pero lo único que quiso hacer fue abrazarlo más fuerte, sintiendo que, en ese extraño refugio, en mitad de una guerra secreta, ambos eran humanos a su manera.
El día pasó lento para Maya. Desayunó algo, exploró el refugio con cautela. Estaba lleno de pequeños lujos: libros, una cafetera profesional, una pequeña caja fuerte empotrada en la pared, documentos y mapas en el escritorio. Pero todo parecía contener la energía de Viktor, su gusto sobrio, su disciplina.
Cada pocas horas, Maya se asomaba a la habitación. Viktor no se había movido ni un milímetro. Seguía dormido, como una estatua preciosa y extraña, casi sobrenatural. En algún momento, se recostó junto a él, sólo para sentir el peso de su presencia.
Al caer la tarde, el cielo tornándose violeta en las ventanas blindadas, Maya sintió un hambre distinta. No solo era deseo físico, era también la tentación de la sangre. Recordó la noche anterior, el roce de los labios en la herida, el impulso salvaje que la había invadido. ¿Era efecto de la sangre? ¿Una respuesta al peligro, al miedo, o algo mucho más profundo y oscuro?
Se levantó para preparar café, tratando de poner orden en sus pensamientos. La noche anterior no había sido simplemente sexo, ni siquiera solo pasión: había sido una manera de sobrevivir, de conectar, de mantenerse cuerda entre el caos y el peligro.
Al final, el sonido de la puerta del dormitorio la sacó de su ensueño. Viktor emergía, con el cabello desordenado y la mirada aún algo ausente. Parecía un dios pagano, bello y terrible.