La noche en el refugio se volvió densa y silenciosa, como si el aire mismo supiera que estaban fuera de la vista de todos, aunque solo fuera por unas horas. Maya y Viktor se movían en esa burbuja frágil, midiendo cada gesto. No se oía nada de la ciudad, solo el suave zumbido del frigorífico y, a lo lejos, el sonido amortiguado de un coche en la calle. El tiempo parecía detenerse, pero Maya sentía cómo el corazón le martilleaba el pecho, no solo por la tensión de lo vivido sino también por la expectativa de lo que vendría.
Durante un rato, revisaron los archivos del USB juntos, sentados en el suelo junto a la cama, los portátiles y varias libretas abiertas en torno a ellos. El contenido era un rompecabezas, mensajes cifrados, recibos, cuentas de correo, fragmentos de chats borrados, mapas de rutas de la ciudad con anotaciones crípticas. Maya avanzaba, concentrada, mientras Viktor iba y venía, cruzando la estancia en movimientos casi imperceptibles, apoyando una mano en su espalda cuando se detenía a mirar la pantalla o pasándole el vaso de agua cuando se tensaba de puro cansancio.
A veces Maya lo sorprendía mirándola fijamente, con ese brillo peculiar en los ojos, mezcla de hambre y devoción. La cercanía física, después de la noche anterior, era diferente. No era solo deseo: había una electricidad entre ambos que los arrastraba, como una corriente subterránea imposible de ignorar.
—Estás demasiado tensa —murmuró Viktor, en un momento en que Maya se frotaba el cuello con los dedos. Él se arrodilló detrás de ella y, sin pedir permiso, comenzó a masajearle los hombros y la base del cuello con una presión firme y cálida. Maya cerró los ojos y dejó que la respiración se le acompasara. La tensión se fue diluyendo poco a poco y, con ella, la consciencia del miedo.
—No sé si alguna vez voy a volver a estar tranquila… —susurró ella, entre sus manos.
—Eso nadie lo sabe, pero sí puedo prometerte que mientras estés conmigo nadie va a hacerte daño.
La voz de Viktor era una caricia en sí misma. Sus manos se detuvieron en la curva de sus hombros y, con delicadeza, apartaron el pelo de Maya hacia un lado. Sintió cómo sus labios rozaban la piel, el roce apenas perceptible, pero cargado de significado. Se estremeció, y Viktor no se apartó. El silencio fue cediendo, y Maya se dejó llevar, sintiendo cómo el deseo volvía a crecer, esta vez más lento, como la marea subiendo.
Maya se volvió, se arrodilló frente a él. Por un segundo, ninguno dijo nada. La luz suave de la lámpara iluminaba los rostros y los cuerpos, y Viktor la miró como si el tiempo no existiera. Entonces Maya se inclinó, tomó su rostro entre las manos y lo besó despacio. El beso fue un reconocimiento, un recordatorio de que estaban vivos, de que el peligro les pertenecía pero también esta intimidad.
Las manos de Viktor recorrieron su cintura, su espalda, la acercaron más, fundiéndose en una sola piel. Maya sintió el frío característico de su cuerpo pero, lejos de apartarla, la estimulaba, la hacía querer más. Se dejaron caer sobre la alfombra, las manos de ella buscando la hebilla del cinturón de Viktor, mientras él deslizaba los dedos por debajo de su camiseta. Los cuerpos se movieron con naturalidad, urgentes pero sin prisa, como si buscaran fundirse para borrar el miedo.
En algún momento, el deseo cambió de matiz. Maya sintió una extraña ansiedad, una especie de ansia insaciable, y comprendió que era la tentación de la sangre. No era solo sexual, era algo más primario, una necesidad que surgía de lo más profundo, de su propia oscuridad. Viktor lo notó: la miró a los ojos, más serio, y puso una mano en su mejilla.
—¿Estás segura? —preguntó, la voz ronca, la mirada grave.
Maya dudó solo un segundo, pero asintió. Quería saberlo, quería sentirlo. Viktor, entonces, con una ternura salvaje, la acercó a su cuello y Maya besó la piel pálida, sintiendo el pulso débil pero presente. No fue como la noche de la herida. Esta vez fue consciente, y el contacto la sacudió por dentro. Pero también sintió, al instante, el control de Viktor, la manera en que él modulaba la situación, marcando un límite claro, evitando ir demasiado lejos. Se detuvo antes de cruzar esa línea invisible, apartando a Maya suavemente, cubriéndola con su cuerpo y besándola en la frente, como si supiera que había un equilibrio delicado que no podían romper.
—Basta por ahora —murmuró—. No quiero que cruces ningún límite del que luego te arrepientas.
Maya asintió, temblando, el corazón latiendo como si hubiera corrido kilómetros. Se abrazó a él, dejando que el calor —o el frío— de su cuerpo la envolviera. Viktor la sostuvo, y juntos permanecieron un rato así, en un silencio íntimo que valía más que mil palabras.
Pasaron varias horas abrazados, en ese duermevela extraño en que no se sabe si es sueño, agotamiento o solo deseo de no pensar. El reloj marcaba ya más allá de las dos de la madrugada cuando Maya se levantó y, en camisón, fue al pequeño salón a seguir revisando el material. Había algo que no cuadraba en las rutas de los mapas, algo que la hacía volver una y otra vez a la misma carpeta.
Fue entonces cuando escuchó un golpe sordo en la puerta de emergencia del piso, seguido por otro, más fuerte. El corazón se le encogió. Corrió a la habitación de Viktor, que ya estaba incorporándose, alerta, los ojos brillando en la penumbra.
—¿Lo has oído?
Viktor asintió, ya con la pistola en la mano y la expresión convertida en máscara de depredador.
—Vístete, quédate detrás de mí.
En segundos, ella se puso unos vaqueros y una camiseta, mientras Viktor revisaba la entrada por la mirilla reforzada. El golpe se repitió, pero esta vez fue acompañado por una voz: "Sabemos que estáis ahí. Entregad el USB y saldréis con vida".
Viktor le hizo un gesto para que retrocediera y se agachara tras la barra de la cocina. Maya sintió el terror, sí, pero también un extraño orgullo al ver cómo él se movía, letal y elegante. Abrió el primer seguro de la puerta principal y disparó un tiro de advertencia al techo del pasillo exterior, sabiendo que las balas de plata servirían para asustar a humanos y alertar a vampiros.