Cuando el sol se esconde

28

El taxi zigzagueó por calles desconocidas, atravesando la ciudad bajo el amparo de la madrugada. La tensión dentro del vehículo era densa, como si el aire no se atreviera a moverse. Viktor apretaba la mano de Maya sin soltarla, pero el sudor frío de su piel y el temblor en sus dedos no pasaron desapercibidos.

El conductor miraba por el retrovisor, alarmado por la sangre en la camisa de Viktor y la ropa rasgada de ambos. Pero cuando Maya le sostuvo la mirada, con la urgencia desesperada de quien acaba de salvar la vida, no preguntó nada más.

—Sigue recto —ordenó Viktor, su voz más áspera de lo habitual—. Cuando llegues al puente del puerto, gira a la derecha.

La ciudad se extendía afuera como un laberinto de luces y sombras. El asfalto parecía devorar las ruedas del taxi. Al llegar al cruce indicado, el coche se deslizó por una carretera secundaria, bordeando viejos almacenes abandonados. La noche, tan vacía hasta entonces, de pronto se volvió extrañamente atenta.

Maya vio cómo Viktor, de pronto, se inclinaba hacia adelante. No era miedo, era otra cosa. Un temblor convulso en la mandíbula, la piel más cenicienta de lo habitual, el brillo en los ojos convertido en una fiebre contenida.

—¿Estás bien? —preguntó Maya, con voz temblorosa.

Viktor negó con la cabeza, la respiración entrecortada.

—No he comido en demasiado tiempo —admitió—. Usé demasiada fuerza escapando, y antes de eso...

Pero no llegó a terminar. El taxi chirrió al frenar de golpe. Maya miró por la ventanilla y el estómago se le encogió. Tres figuras bloqueaban la carretera delante de ellos: eran altos, de piel tan pálida que parecían pintados de ceniza, con los ojos brillando como faros rojos. Sus ropas eran oscuras, elegantes y manchadas. No eran humanos, y Maya lo supo al instante.

—Salga del coche —gruñó el del centro, los colmillos visibles en la boca, la voz vibrando con una amenaza animal.

El conductor empezó a temblar. Viktor lo agarró del hombro, susurrándole al oído con voz que helaba la sangre:

—No mires atrás. Corre tan lejos como puedas.

El hombre, sin dudarlo, abrió la puerta y salió disparado entre los arbustos, dejando a Maya y Viktor solos. Las criaturas se acercaron, deslizándose con esa gracia sobrenatural que había visto en Viktor, pero mucho más violenta, como lobos hambrientos.

—Dame el USB —dijo uno de ellos, una mujer de cabello corto, sonrisa afilada—. Quizá dejemos vivir a la chica.

—Por encima de mi cadáver —contestó Viktor, alzándose, tambaleante.

—Eso puede arreglarse —rió el tercero, lanzándose con velocidad letal.

Lo que siguió fue un estallido de violencia. Viktor se movía con precisión, pero estaba agotado. Se defendió del primer atacante, desviando un zarpazo y devolviendo un golpe con una fuerza brutal que hizo crujir huesos, pero el enemigo apenas retrocedió. La segunda criatura atacó desde el costado y Maya, sin pensar, tiró la mochila al suelo y sacó la linterna UV de emergencia que Viktor le había dado en el último refugio.

Apuntó a la cara de la vampira, cegándola con un estallido de luz ultravioleta. La criatura gritó, la piel chisporroteando. Viktor aprovechó para rematarla de un puñetazo que la estrelló contra la pared del almacén más cercano.

Pero los otros dos no se detuvieron. El más grande sujetó a Viktor por detrás, con una fuerza monstruosa. Viktor forcejeó, pero sus movimientos se volvían cada vez más torpes, la piel cada vez más translúcida. El vampiro le hundió las garras en el costado, sacando sangre, y la arrojó al suelo. Maya gritó y buscó en la mochila cualquier cosa que pudiera usar. Encontró la navaja, la empuñó con manos temblorosas.

Viktor se incorporó, cubierto de sangre. Los enemigos se abalanzaron sobre él al unísono. Maya, sin pensar, se interpuso entre uno de ellos y Viktor, levantando la navaja.

—¡Déjalo! —gritó.

La criatura se rio, mostrando los colmillos. Se inclinó hacia ella, hambrienta, pero Viktor, reuniendo las últimas fuerzas, se lanzó encima, mordiéndole el cuello y arrancando un pedazo de carne. La criatura gritó, retrocediendo, y Viktor la remató de una patada que la arrojó contra la carretera.

Pero el último enemigo era más fuerte. Lo tomó del cuello y lo alzó, los colmillos reluciendo a un centímetro de su garganta. Viktor forcejeó, pero la fuerza lo abandonaba. El mundo pareció ralentizarse para Maya: la sangre de Viktor manchaba el asfalto y el aire olía a óxido y miedo.

—Viktor, mírame —dijo Maya, arrodillándose a su lado—. Tienes que beber. Si no, morirás.

Viktor, deshecho, negó con la cabeza, la mirada desencajada por la necesidad y la vergüenza.

—No puedo —musitó, apenas un susurro—. No quiero hacerte daño.

—Viktor, por favor —repitió Maya, y le tomó la cabeza entre las manos—. Prefiero mil veces que me muerdas a que mueras aquí.

Él dudó. El enemigo se acercaba de nuevo. Maya, sin pensarlo, se cortó la palma con la navaja, el aroma metálico llenando el aire. La expresión de Viktor se tornó salvaje, los ojos llenos de una súplica y un hambre atávica.

—Confía en mí —susurró ella.

Viktor agarró su muñeca con una mano temblorosa y, cerrando los ojos, hundió los colmillos en la carne. El dolor fue breve, un pinchazo, pero el placer que le siguió fue tan abrumador que Maya perdió el aliento. Sintió el latido de su corazón acelerarse, una oleada de calor recorriéndole el cuerpo, y durante un instante lo único real fue la conexión física, la entrega. Viktor bebía, no como un animal, sino con desesperación y ternura, como si cada gota fuera una promesa de supervivencia y de amor.

La fuerza volvió a sus músculos casi al instante. Maya sintió que se mareaba, pero Viktor se apartó antes de que el vértigo se volviera insoportable, la lengua recorriendo la herida para cerrarla.

—Gracias —susurró, la voz grave, la mirada ardiendo de gratitud y deseo.

No había tiempo para más. El último enemigo, viéndolo recuperado, se lanzó de nuevo. Viktor lo recibió de pie, ahora poderoso, renovado por la sangre de Maya. La pelea fue brutal. Los dos cuerpos se movieron con una velocidad inhumana, chocando contra los muros, rompiendo cristales, lanzándose al aire y cayendo sobre el asfalto con fuerza letal.




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