Cuando el sol se esconde

29

El silencio que siguió a la batalla era tan absoluto que Maya apenas podía oír su propia respiración. Cada latido de su corazón retumbaba en sus sienes como un tambor demasiado grande para su cuerpo. Estaba arrodillada en el asfalto, las rodillas raspadas, la mano aún manchada con su propia sangre. Sentía la piel fría y tirante, los músculos flojos, la cabeza flotando a la deriva entre la neblina de la adrenalina y el vértigo de la pérdida de sangre. No sabía cuánto tiempo había pasado; podía haber sido un minuto o una eternidad.

Viktor, todavía en cuclillas, con el rostro manchado de su sangre, le sostuvo la mirada. El azul de sus ojos brillaba de un modo que no le había visto nunca antes: había agradecimiento, hambre satisfecha, y también terror de sí mismo. Sus manos temblaban cuando las extendió hacia ella, y a pesar de la urgencia del momento, hubo una lentitud, una dulzura en su gesto.

—¿Estás bien? —susurró, su voz ronca y profunda, como si le costara hablar.

Maya trató de asentir, pero solo consiguió tambalearse hacia un lado. Un zumbido sordo le llenó los oídos, y las luces de la calle bailaron ante sus ojos en círculos extraños. Sentía el cuerpo liviano, como si no le perteneciera. Viktor la atrapó antes de que cayera del todo, la envolvió en sus brazos y la sostuvo contra su pecho, el mismo pecho que apenas unos minutos antes parecía incapaz de sostenerlo a él mismo.

—Shh… Ya está. Lo siento, Maya, lo siento mucho… —musitó, y en la voz se le quebraba la culpa.

Ella apoyó la cabeza en el hueco de su cuello. Notaba el pulso de él, calmado y firme, y la fragancia imposible de su piel —el aroma de la noche, de lluvia lejana y de algo oscuro e indefinible que le erizaba el vello de la nuca—. Se dejó acunar sin resistencia. Todo daba vueltas, pero en los brazos de Viktor encontró un refugio, un centro de gravedad.

La adrenalina le estaba bajando y, con ello, una oleada de frío recorrió su cuerpo. No sabía si era el susto, la sangre o el miedo. Quizá era todo a la vez.

—Viktor, ¿me desmayé? —preguntó en voz baja.

—Casi, pero no —respondió él, apartándole un mechón de cabello pegado a la frente—. Tienes que mantenerte despierta, ¿vale?

Pero Maya apenas podía mantener los ojos abiertos. Sabía que Viktor necesitaba moverse, que debían huir cuanto antes, pero el cuerpo no le respondía. Él la recogió como si fuera liviana, un peso que no le costaba sostener, y la llevó hacia un lado de la carretera, apartándose de los restos de ceniza y de sangre. La noche seguía presente, y el peligro podía volver en cualquier momento.

A la distancia se oía el rumor del tráfico del puerto y el rumor apagado de las sirenas en otra parte de la ciudad. En ese rincón, sin embargo, reinaba una calma extraña. Maya sintió cómo Viktor la acomodaba en el asiento trasero del taxi abandonado, cerrando la puerta tras él. Sacó su móvil y, con dedos tan rápidos que casi no podía seguirlos, escribió un mensaje cifrado. Ella apenas podía leer la pantalla, pero reconoció la interfaz: comunicación de emergencia para la red interna de los suyos. Pidió ayuda, transporte, limpieza del lugar. No hacía falta ser experta para saber que las cosas iban a ponerse aún más complicadas antes de mejorar.

Viktor se sentó a su lado y apoyó la mano en su mejilla, la pulsera de sangre aún fresca entre los dedos. Le tomó la muñeca, comprobó el pulso, apretó la herida para asegurarse de que no sangraba más.

—¿Te mareas mucho? —preguntó, su voz vibrando de preocupación genuina.

Maya asintió, sin poder evitarlo. El mundo daba vueltas y la piel le ardía y le enfriaba a partes iguales.

—¿Vas a…? —No fue capaz de acabar la frase.

Viktor negó con la cabeza.

—Nunca más sin tu consentimiento. Lo juro. Pero ahora necesito que te concentres en mi voz. ¿Puedes hacerlo?

Ella asintió, sujetándose de su brazo, y él comenzó a hablarle con suavidad, palabras tranquilizadoras, órdenes simples: respira, concéntrate en mi voz, mírame, aquí, conmigo. Poco a poco, el vértigo cedió y el corazón empezó a latir más despacio.

—Vamos a salir de aquí —prometió él—. Han recibido mi mensaje. Un coche vendrá a recogernos en minutos.

Ella sonrió, aunque le temblaron los labios.

—¿Quién? ¿La policía… o los tuyos?

—Los míos —admitió Viktor—. Si la policía encuentra esto, sería un desastre aún mayor. Confía en mí, Maya. Por favor.

Ella no tenía fuerzas para discutir. Cerró los ojos unos segundos, oyendo solo la respiración de Viktor y el rumor lejano de la ciudad. Hubo un par de minutos de silencio tenso, roto solo por los jadeos de ambos. Ella, recuperándose del mareo y la pérdida de sangre; él, conteniendo un ansia animal que aún palpitaba bajo la piel.

Cuando el coche llegó —negro, de cristales tintados, sin matrícula visible— Maya apenas pudo incorporarse. Viktor salió primero y abrió la puerta, tomándola en brazos como si pesara menos que nada. La acomodó en el asiento trasero, cubriéndola con su abrigo, y subió con ella. No hubo palabras entre ellos y el conductor, solo un cruce de miradas que bastó para explicar la situación. Arrancaron en silencio, dejando atrás el lugar de la batalla, la ceniza de sus enemigos y la sangre sobre el asfalto.

La ciudad resbalaba tras las ventanillas como un río de sombras y luces rotas. El mareo de Maya fue remitiendo poco a poco, pero el calor bajo la piel se mantenía. Era distinto al vértigo de antes: era algo que reconocía, una mezcla de deseo, de necesidad y de una inquietud que no era completamente humana.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Viktor, la voz aún ronca.

Ella lo miró. La luz de la calle caía en ángulos extraños sobre su rostro, haciendo que el azul de los ojos se viera más profundo. Había algo feroz en él, algo peligroso, y sin embargo era ese peligro el que la atraía.

—Mejor… pero… —no pudo evitar apartar la mirada, ruborizada—. ¿Te duele… lo de antes? ¿Haber bebido de mí?




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