La luz de la mañana entraba con dificultad por las cortinas gruesas del refugio. A pesar de lo vivido, Maya había dormido como hacía meses que no dormía: sin pesadillas, sin sobresaltos, protegida en la quietud sobrenatural de aquel lugar. Cuando se despertó, el silencio era absoluto. Sabía lo que eso significaba: Viktor dormía, y con él, todos los de su especie. Ningún vampiro estaría moviéndose por la ciudad hasta el crepúsculo.
Maya se sentó en la cama, contemplando el cuerpo inmóvil de Viktor a su lado. La quietud de su respiración, apenas perceptible, le recordaba cuán frágil era la frontera entre vida y muerte para alguien como él. Había una belleza extraña en su vulnerabilidad diurna; una invitación al peligro y al afecto a partes iguales. Ella le pasó una mano por el cabello, suave, sin querer despertarlo. Recordó lo ocurrido la noche anterior, el vértigo, la sangre, la huida, la manera en que él la había sostenido. Había un nuevo lazo invisible, y Maya sentía su tirón en cada rincón del cuerpo.
Todavía quedaba sangre seca bajo sus uñas y un leve escozor en la muñeca donde Viktor la había mordido. Tenía ganas de preguntarle muchas cosas, pero ahora solo le quedaba esperar. Se levantó con lentitud, cruzó la habitación y se puso a buscar café. El refugio era funcional pero acogedor, con muebles robustos y libros polvorientos en estanterías bajas, y la cocina tenía todo lo necesario para sobrevivir días si hacía falta.
Mientras el café burbujeaba, Maya sacó el portátil y el USB cifrado de su mochila. Lo colocó en la mesa, se puso los auriculares y empezó a trabajar. Había que avanzar en la búsqueda de los responsables, aprovechar el día, el único momento en que los enemigos de Viktor no podían acecharlos directamente.
La primera carpeta que abrió le heló la sangre. No solo contenía historiales de donantes y bancos de sangre. Había correspondencia encriptada, listados de nombres, direcciones, documentos de identidad… y, lo más inquietante, vídeos y fotos de gente que había desaparecido en circunstancias extrañas a lo largo de los últimos cinco años. Vídeos de vigilancia, documentos policiales, archivos forenses. Maya tragó saliva, sabiendo que tenía en las manos pruebas de un encubrimiento sistemático y masivo, algo mucho más grande que un puñado de “accidentes” vampíricos.
La carpeta más oculta del USB contenía un informe: varios nombres, fechas de operaciones y el alias de una célula rebelde, “Los Descarnados”, implicados en secuestros, chantajes, y lo que parecía ser tráfico de sangre. Entre los remitentes de algunos correos aparecía un nombre humano, y uno vampírico: Elise Sinley, la que figuraba como fallecida en los registros, pero que, según fechas recientes, seguía “operativa”. Maya sintió el escalofrío de la verdad: habían falsificado su muerte, o había sobrevivido de alguna forma.
Durante horas, Maya fue atando cabos, sacando copias cifradas de los archivos a diferentes nubes, preparando notas para Viktor. Anotó nombres y fechas, rutas de transporte y lugares de encuentro de la célula. Se dio cuenta de que casi todos los puntos calientes estaban conectados por subterráneos antiguos de la ciudad, túneles de la guerra civil, cloacas, y pasadizos olvidados que ningún humano normal usaría. Era un tablero de ajedrez subterráneo en el que solo los monstruos y sus enemigos podían moverse.
A media tarde, Maya tomó una decisión. Comunicó lo esencial a Jack y a Alessandra, usando los canales seguros de la organización: “Hemos confirmado célula activa, con pruebas suficientes para operar. Contactad solo al caer el sol. Necesito refuerzos para rastrear a ‘Elise Sinley’. Archivos encriptados en los servidores habituales. No uséis móviles personales.”
Recibió una respuesta automática de Jack: “Recibido. El virrey quiere reunión esta noche. Local seguro, confírmame cuando Viktor despierte.”
Al caer la tarde, Maya se duchó y se puso ropa cómoda pero preparada para la acción. El refugio tenía una caja fuerte empotrada donde guardó todos los discos y pendrives duplicados, anotando la combinación en su móvil cifrado y memorizándola. Revisó la ventana, el teléfono y las rutas de escape, asegurándose de que nada ni nadie podía haber entrado mientras trabajaba.
Al fin, cuando la última luz se desvanecía tras los tejados de la ciudad, Viktor despertó. No fue abrupto ni monstruoso; simplemente abrió los ojos y la miró como si nunca se hubiera dormido, consciente de inmediato de dónde estaba y de quién lo acompañaba.
—¿Has dormido bien? —preguntó Maya, forzando una sonrisa mientras sentía ese escalofrío antiguo, el de saber que compartía el refugio con un depredador que era también el hombre que la había salvado tantas veces.
Viktor se sentó en la cama y le devolvió la sonrisa, cansada pero real.
—He soñado contigo. Y con sangre —bromeó, aunque la sombra en sus ojos delataba una preocupación real—. ¿Alguna novedad?
Maya le tendió el portátil y el resumen de sus hallazgos. Él lo leyó en silencio, su expresión cada vez más sombría a medida que pasaba las páginas.
—Los Descarnados… —murmuró—. Creía que estaban desarticulados.
—No. Están más activos que nunca, y parece que Elise Sinley nunca murió realmente. Mira estos registros, Viktor. Han estado infiltrando hospitales, clínicas privadas, incluso ONGs de donación. El tráfico de sangre humana es solo la superficie; hay chantaje, secuestro, limpieza de testigos… y alguien en la policía está cubriéndoles las espaldas.
Viktor inspiró hondo, se puso de pie, y cruzó la habitación con pasos nerviosos. Miró por la ventana, la ciudad ya envuelta en la penumbra. Maya lo vio debatirse consigo mismo; la culpa de haberla metido en todo aquello, el miedo a perderla, la rabia de saberse cazador y presa a la vez.
—¿Por qué no escapamos? —preguntó Maya de repente, su voz temblando—. Podríamos dejar la ciudad, empezar de cero. Olvidar esto.
Viktor negó con la cabeza.