Cuando el sol se esconde

34

El día se deslizaba lento e implacable a través de los ventanales velados del refugio. Afuera, la ciudad latía bajo un sol impasible, ajena a la tormenta de secretos y amenazas que se cocían a la sombra de sus tejados. Dentro, el refugio era un mundo aparte: frío, silencioso y cargado de presagios.

Maya pasó la tarde entre la habitación y la sala común. Había dormido unas horas, pero el sueño era ligero, interrumpido por las imágenes de la pelea, el olor a sangre, la extraña sensación de tener a Viktor tan cerca y al mismo tiempo tan lejano. Cuando despertó, la casa estaba sumida en un silencio absoluto. Sabía que Jack patrullaba los accesos, tan alerta como podía estarlo uno de los suyos durante el día. Viktor, por supuesto, dormía. No una siesta humana, sino ese letargo sin sueños ni respiración, donde solo la mínima corriente de energía vital lo mantenía, a salvo de la luz, a salvo de la muerte.

Maya no podía dejar de observarlo, sintiendo a la vez una ternura extraña y un vértigo nuevo. Se sentó junto a la puerta de su dormitorio, acurrucada en un viejo sillón con una manta sobre los hombros. Por momentos sentía ganas de reírse de sí misma: había sido atacada por criaturas imposibles, había visto hombres convertirse en cenizas ante sus ojos, había hackeado la red de una célula criminal sobrenatural… y, sin embargo, lo que la tenía despierta era la idea de tener a Viktor, inconsciente, indefenso, tan cerca. El peso de la responsabilidad la sobrevolaba, pero también una pulsión más primitiva, casi dolorosa: el deseo de tocarlo, de saberlo real.

El tiempo se dilataba en esa calma falsa. Maya se levantó varias veces, hizo café, se obligó a leer informes en la pantalla, a repasar las rutas de huida, a organizar sus recuerdos y pensamientos. Todo servía para ocupar el espacio, para no dejarse arrastrar por la marea de sensaciones nuevas.

La noche cayó como un telón y, con ella, el refugio despertó.

Primero fue Jack, que regresó a la sala común, frotándose los ojos y bufando como si acabara de salir de un sueño poco satisfactorio.

—Aguanta, Maya. En cuanto Viktor despierte, tendremos que decidir nuestros próximos pasos. He barrido la red: siguen buscándonos. —Jack le sonrió, como si quisiera contagiarle una valentía que él mismo sentía resquebrajarse por dentro—. Has hecho un trabajo de la hostia. Bastien ha confirmado que los nombres y rutas coinciden. No sabemos si pillaremos al pez gordo, pero seguro les cortamos la financiación y los contactos humanos.

Maya asintió, agradecida. Jack la acompañó unos minutos, pero enseguida se marchó a revisar las cámaras del perímetro, asegurándose de que nadie había rondado cerca en las últimas horas. Cuando quedó sola de nuevo, Maya cruzó el pasillo, atraída por el silencio casi absoluto que reinaba en la habitación de Viktor.

Entró en puntillas, como si invadiera un templo sagrado. Viktor seguía tendido en la cama, la camisa desabrochada hasta el pecho, la piel lívida bañada por la luz azulada del ocaso. Maya se acercó, sentándose en el borde del colchón. Por un instante, se permitió la vulnerabilidad de rozarle la mejilla con la yema de los dedos, explorando la perfección casi irreal de su rostro. Sintió un escalofrío, mezcla de deseo y miedo.

—¿Estás…? —iba a susurrar, pero no acabó la frase.

Viktor abrió los ojos de repente, y Maya contuvo el aliento. Durante unos segundos, su mirada fue la de una fiera, oscura y profunda, hasta que reconoció el rostro de Maya y se suavizó, dibujando una sonrisa cansada.

—¿Me has estado vigilando mientras dormía? —murmuró, la voz áspera y ronca, como si hubiera salido de una pesadilla de siglos.

—Tal vez —respondió Maya, sonrojándose.

Viktor se incorporó lentamente, apoyándose en los codos. La fragilidad del despertar apenas le restaba autoridad; más bien, la volvía aún más humano, y eso hizo que Maya sintiera una oleada de ternura y deseo. Se sentó a su lado, buscándole los ojos.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella, en un susurro.

—Mejor ahora —contestó Viktor, acercándose despacio, casi como si temiera asustarla—. Nunca había dormido tan… tranquilo, desde hace años. Debe de ser cosa tuya.

Maya sonrió, le rozó el brazo, y la electricidad que siempre chisporroteaba entre ellos volvió a encenderse. Pero ahora, después de todo lo vivido, después de la sangre y la violencia y el miedo, la tensión era distinta: más dulce, más urgente.

Viktor acercó su rostro al de Maya y le besó la mejilla, después el mentón, y después la línea de la mandíbula. Era un beso lento, exploratorio, como si quisiera saborear cada pequeño temblor de la piel. Maya se entregó a ese tacto frío, que encendía su propia sangre. Se abrazaron con torpeza y deseo, como si intentaran reconfortarse tras un largo naufragio.

—Tengo miedo —confesó Maya, hundiendo la cabeza en el pecho de Viktor—. Y también ganas.

—No voy a hacerte daño —susurró él, apretándola contra sí.

Se besaron otra vez, y Maya perdió la noción del tiempo. Las manos de Viktor eran firmes y suaves, sus labios fríos pero vivos. El deseo creció entre ellos, latiendo como un pulso antiguo y renovado. Maya se dejó llevar, explorando el cuerpo de Viktor, sintiendo la curva de su espalda, la tensión de sus músculos, la fragilidad de su piel de mármol. La ropa cayó, prenda a prenda, sin prisas, en un juego de miradas, risas contenidas y caricias temblorosas. La vulnerabilidad de Viktor, la certeza de que solo podía tocarla y no tomar más de lo que ella quería dar, hacía todo más intenso, más real.

Cuando al fin hicieron el amor, fue lento y profundo, una entrega mutua sin palabras grandilocuentes. Maya sintió cómo la oscuridad retrocedía, al menos por un instante, bajo el poder de ese vínculo. En medio del gozo, sin embargo, percibió también el peligro: en los besos de Viktor, en sus caricias, la tentación de la sangre estaba ahí, acechando entre los pliegues del deseo. Viktor la besó en el cuello y se detuvo, respirando hondo. Maya no apartó la mirada.




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