El reloj de la pared, diminuto y digital, marcaba las 4:42 de la madrugada cuando la tensión en el refugio alcanzó su punto máximo. Jack no apartaba la vista del monitor portátil con la señal de las cámaras de seguridad; la pantalla iba saltando entre imágenes granuladas: sombras cruzando patios, dos figuras paradas en la azotea del edificio de enfrente, una furgoneta negra en doble fila. El aire parecía electrificado, cargado de ese tipo de amenaza que ya no es paranoia, sino pura supervivencia.
Viktor, que se había vestido deprisa, ya estaba junto a Maya, bolso preparado, pistola enfundada, ojos brillando con el hambre y la fatiga acumulada. Jack se movía inquieto por el salón, murmurando para sí, visiblemente agotado. Lo que a Maya le sorprendió fue la rapidez con la que esa fatiga se intensificó: no era sólo nervios, ni una simple resaca de la tensión. Era otra cosa, un cansancio que parecía golpear a los dos vampiros al mismo tiempo, como una ola implacable.
—No es seguro quedarse aquí. El sol va a salir pronto —susurró Viktor, la voz profunda, pero ya ralentizándose—. Tenemos que movernos… ahora.
Jack negó con la cabeza, como si quisiera despejar la niebla de sus propios pensamientos, pero al hablar, Maya notó que le costaba incluso modular la voz.
—No tenemos tiempo, el letargo… ya está aquí. Media hora y seremos peso muerto.
Las palabras de Jack se le clavaron a Maya como un puñal. Miró a Viktor y por primera vez vio en su rostro, debajo de toda la experiencia y el temple, el rastro de un miedo real, instintivo. El letargo diurno era innegociable; para los suyos, era la muerte en vida, la vulnerabilidad absoluta. Y las criaturas acechando no iban a perdonar ni un segundo de debilidad.
El cerebro de Maya se disparó, atando cabos, buscando salidas. Miró la mochila, el portátil, los discos duros… y después, como una iluminación súbita, recordó la furgoneta negra y la cochera del refugio. El sol aún tardaría veinte minutos en despuntar del todo. Si conseguía sacarlos de allí y alejarlos del foco, habría una oportunidad. Y ella era la única despierta.
—¡Ya lo tengo! —soltó Maya, de pronto tan enérgica que ambos vampiros se giraron hacia ella—. El coche, el maletero. Os meto ahí antes de que caigáis en letargo y conduzco yo. No hay ventanas, no entra luz, es seguro. Los saco de aquí.
Jack le lanzó una mirada incrédula, pero Viktor sonrió con un asomo de admiración.
—¿Estás segura…? —balbuceó, ya casi con el tono plano de quien lucha contra un sueño ineludible.
—¿Tienes otra idea mejor? —replicó Maya, sin vacilación.
Jack hizo un amago de carcajada, pero el cansancio le robó la energía del gesto. Sus ojos se cerraban a intervalos cada vez más largos. Viktor ya apenas podía mantenerse en pie.
Maya se puso en acción. Cogió el manojo de llaves del refugio y del coche—un todoterreno negro, robusto y con lunas tintadas—y bajó al garaje subterráneo. Los segundos eran valiosos, y a pesar de la adrenalina, las piernas le temblaban al recordar lo que estaba en juego. Recorrió las escaleras casi a saltos, comprobó que la salida trasera del edificio estaba despejada y volvió a subir corriendo, recuperando el aliento a duras penas.
Cuando llegó de nuevo al salón, Viktor se había sentado en el sofá, la cabeza inclinada hacia atrás, la piel todavía más pálida. Jack estaba medio recostado sobre el respaldo de la silla, el móvil a punto de resbalarle de la mano.
—Vamos, arriba —insistió Maya, y en un gesto que no sabía de dónde sacaba, los agarró uno a cada brazo—. No me hagáis arrastraros como a dos sacos de patatas, por favor.
Ambos hicieron un esfuerzo titánico por incorporarse, siguiendo el empuje y la voz de Maya como niños obedientes. El letargo caía sobre ellos como plomo fundido. Maya los dirigió escaleras abajo, casi cargando con el peso muerto de Viktor en el tramo final. El sudor le recorría la espalda, el pulso le retumbaba en los oídos. Por un momento, pensó que no lo conseguiría. Pero al llegar al coche, respiró hondo y abrió el portón del maletero.
—Dentro —ordenó, sin más ceremonia—. Confío en vosotros para no morderme mientras dormís.
Viktor la miró con una ternura desesperada. Su mano buscó la de ella, la apretó con fuerza. Jack, con el último resto de dignidad, se metió en el maletero sin rechistar, y Viktor le siguió, acomodándose como pudo en el espacio angosto y tapándose el rostro con la chaqueta. Maya se aseguró de que ambos quedaban ocultos bajo una manta oscura, y cerró el portón con el corazón desbocado.
Los primeros rayos del sol comenzaron a teñir la ciudad cuando Maya arrancó el motor y salió del garaje subterráneo. El miedo la impulsaba, pero también una extraña calma: tenía una misión, estaba al mando, y por mucho que su vida se hubiera vuelto una locura, el control era suyo, al menos por unas horas.
Condujo sin rumbo fijo al principio, dando vueltas por los barrios menos vigilados, perdiendo a cualquiera que pudiera seguirlos. Llamó por el manos libres al contacto seguro que le había dado Viktor: una línea anónima que, según él, solo usaban en casos de emergencia. Tras dos tonos, una voz de mujer respondió.
—Código rojo —dijo Maya, como le habían indicado—. Refugio comprometido. Dos durmientes en el vehículo. Solicito ubicación segura.
La voz no preguntó nada más. Le dictó una dirección en las afueras, una nave industrial abandonada con acceso restringido al público, bajo el nombre en clave de "la lonja". Maya memorizó las indicaciones, las repitió para asegurarse y colgó.
Durante el trayecto, el miedo no desapareció, pero el sentido de la responsabilidad pesaba aún más. Cada bache, cada frenazo, cada coche de policía que cruzaba su camino, era una amenaza latente. El peso del maletero era también una metáfora brutal: llevaba dos vidas sobre sus hombros, dos seres extraordinarios que, por una vez, dependían enteramente de ella.
Aparcó en el interior de la nave, tras una doble verja y con la protección de varias cámaras. Bajó deprisa, comprobó que no hubiera nadie a la vista y abrió el maletero. Viktor y Jack no se movían; el sueño vampírico los tenía atrapados en esa quietud perfecta, de cuerpos bellos y ajenos al tiempo, de seres que no respiran ni sueñan, pero tampoco envejecen.