Cuando el sol se esconde

36

Maya no durmió durante el día. No podía. Por más que intentó tumbarse sobre el asiento reclinable del coche, la inquietud la mantenía alerta. La nave industrial era fría y silenciosa, aunque los ruidos de la ciudad al fondo le daban la extraña sensación de estar en tierra de nadie: ni dentro ni fuera del mundo real.

Por la mañana, aprovechó para explorar la nave. Descubrió una pequeña oficina con una cafetera casi nueva, varias botellas de agua y una caja con galletas industriales. Alguien había previsto refugios así para situaciones extremas. No faltaba casi de nada, salvo lo único imprescindible para los que dormían en el maletero.

Hizo un inventario mental de lo que tenía: portátiles, discos duros, algo de ropa, una linterna, el móvil de emergencia, y las armas que Viktor había llevado consigo. El coche seguía en la sombra. Afuera, la luz del sol se filtraba por los ventanales polvorientos, pero no alcanzaba el rincón donde Jack y Viktor dormían, completamente inmóviles. Maya, en algún momento, los miró de cerca. Era una imagen inquietante y bella a la vez: el pecho de ambos no se movía, la piel parecía mármol frío, y el tiempo pasaba sobre ellos sin rozarles. No había forma de saber si sentían algo, si soñaban, si escuchaban.

Cada tanto, Maya chequeaba el móvil en busca de mensajes o instrucciones. Pasaron las horas. Almorzó sentada en el suelo, mirando la sombra que avanzaba, marcando el lento declive de la tarde. Para pasar el tiempo, encendió el portátil y empezó a analizar los teléfonos que le habían entregado la noche anterior. El trabajo técnico la ayudó a centrar la mente, a apartar el miedo y el desarraigo, aunque ni una sola vez dejó de mirar de reojo hacia el maletero.

El atardecer fue una bendición. La luz se tiñó de naranja y el aire se llenó de ese silencio expectante que precede a lo extraordinario. Maya se acercó al maletero media hora antes de la puesta de sol. Sentía el corazón golpearle fuerte contra las costillas. No era exactamente miedo: era anticipación, una mezcla de nervios y ese sentimiento de compañerismo extremo que solo da el peligro compartido.

Se agachó, y tocó el hombro de Viktor, despacio, sin saber si él podría percibir su contacto todavía. Cuando la última línea de sol desapareció detrás del horizonte, ocurrió algo extraño: fue como si el tiempo en el maletero se acelerara de pronto. Viktor inhaló de golpe, como si se estuviera ahogando. Jack, a su lado, movió la cabeza y se incorporó con un gruñido gutural. Sus ojos pasaron de opacos a vivos en cuestión de segundos.

Maya retrocedió un poco, impresionada por el espectáculo. Viktor, aún con el gesto marcado por la fatiga, la buscó con la mirada y en un instante la abrazó. No había palabras al principio, solo un contacto apremiante, una gratitud muda.

—¿Cómo has…? —Jack murmuró, saliendo trabajosamente del maletero, estirando los músculos como si volviera de una muerte temporal—. ¿Tú sola nos has traído hasta aquí?

Maya asintió. Quiso decir algo ingenioso, pero solo le salió una media sonrisa cansada.

—¿Había otra opción? —contestó, y el humor negro arrancó una carcajada a Jack.

Viktor, en cambio, no se rió. Todavía la tenía entre sus brazos y la miraba con una intensidad difícil de sostener. Pasaron varios segundos en silencio. Maya se estremeció, de puro agotamiento, pero también de alivio.

—¿Tienes idea de lo que has hecho? —susurró Viktor, apretando la cabeza de Maya contra su pecho—. Podrías haberte quedado dormida al volante. Podrían haberte encontrado…

—No había más opciones —repitió Maya, esta vez con voz firme.

Jack se quitó el polvo de la chaqueta y fue hasta la oficina improvisada a buscar agua. Necesitaba apartarse, darles espacio, y también procesar la nueva situación. Eran dependientes de la humana. Maya era su salvavidas.

—Tienes mi respeto, Maya —dijo Jack desde la distancia, antes de desaparecer en el fondo de la nave—. Mucho más que respeto.

Viktor seguía abrazándola. Por un instante, Maya no quiso soltarse. El cansancio, la tensión y el subidón de adrenalina tardío hacían que las emociones fueran como una ola imparable: miedo, ternura, necesidad. Y una sensación inesperada de poder: ella, la humana normal, los había salvado.

—Tienes que descansar —murmuró Viktor junto a su oído—. Ahora te toca a ti.

Maya negó con la cabeza y lo miró, como midiendo su reacción.

—No quiero dormir sola.

Él entendió al instante. La llevó hasta la pequeña oficina, echó la manta sobre un par de sillas juntas y se sentó a su lado, dejando que Maya se acurrucara contra él, rodeándola con el brazo. No era lo mismo que en la lujosa cama del ático, pero para Maya tenía más valor que cualquier suite: aquí nadie era invulnerable, y Viktor, pese a la fatiga del letargo, estaba allí para ella, despierto, alerta, incluso más humano.

Permanecieron así un rato, escuchando los ruidos lejanos del puerto, el rumor de los coches, y el silencio extraño de la nave. El contacto, la respiración de ambos, el calor compartido. Maya no supo en qué momento se quedó dormida, pero cuando despertó seguía envuelta por el brazo frío de Viktor y una manta áspera, y sentía, por primera vez en mucho tiempo, que no estaba sola.

Un ruido metálico los despertó a ambos de golpe. Era noche cerrada, la ciudad vibraba en el exterior. Jack entró rápido, con el móvil en la mano.

—He recibido instrucciones. El virrey quiere veros. Quiere vernos. Pero antes de movernos, debéis comer —miró a Viktor con gravedad—. Y te toca reponer fuerzas. Nos van a querer bien despiertos para lo que viene.

Viktor asintió, sobrio, y miró a Maya. No hacía falta decirlo en voz alta: la batalla aún no había terminado, pero la noche les pertenecía otra vez.

Y ahora, juntos, iban a por respuestas.




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