Viktor, Jack y Maya salieron de la sala principal del refugio tras la reunión con Bastien y Alessandra. El pasillo estaba más silencioso, solo roto de vez en cuando por alguna risa o el tintineo de copas desde los salones laterales. El aire estaba cargado de electricidad, como si cada sombra escondiera una amenaza. Jack caminaba delante, la espalda recta, atento, mientras Maya sentía la presión de la noche apretándole el pecho.
Las palabras de Bastien flotaban en su cabeza. “No puedes estar sola. Eres demasiado valiosa y el enemigo sabe lo que buscamos.” Ahora cada mirada de los miembros de la comunidad, cada gesto, parecía cargado de dobles sentidos. Pero el temor era distinto. Ahora también era respeto, y, en algunos casos, una pizca de admiración que nunca antes había experimentado. Eso no la tranquilizaba. Solo aumentaba el peso de su papel.
—Tenemos que movernos —dijo Jack en voz baja cuando llegaron a la parte trasera del refugio—. El virrey ha dado orden de reforzar la vigilancia en todos los accesos, pero sería idiota pensar que nadie nos sigue.
Viktor asintió, siempre alerta. Su semblante era duro, pero cuando miraba a Maya los ojos se suavizaban, aunque ni siquiera él podía ocultar la tensión en la mandíbula ni la rigidez de los hombros. Ella sentía una punzada de culpabilidad: su habilidad los había puesto en el centro de la diana. Sabía que no era justo, pero el miedo es egoísta.
—¿Qué crees que hará el virrey ahora? —preguntó Maya mientras subían a un coche diferente, uno de los vehículos de la red subterránea de la comunidad.
—Mandar a los suyos a buscar a los cabecillas, probablemente. Pero saben esconderse. No son solo vampiros. Hay humanos implicados, y otras cosas, criaturas que no entran en las leyendas, o al menos no en las populares —dijo Viktor, mirando el retrovisor.
—¿Tú crees que pueden ganar? —insistió Maya, con la voz casi apagada.
Viktor giró la cabeza para mirarla a los ojos. Había en su mirada una mezcla de cansancio y determinación que la impresionó.
—No sé si se puede ganar esto, Maya. Pero lo que sí sé es que, hasta el último aliento, no vamos a dejarnos arrinconar como ratas.
Jack rió, rompiendo la tensión.
—Ese es el Viktor que conozco —dijo, volviéndose a Maya—. Siempre ha sido de los que no aceptan la derrota, ni siquiera cuando todo el mundo la da por hecha.
El coche se perdió entre las avenidas secundarias, lejos del bullicio del centro. Pasaron puentes, almacenes, fábricas viejas que de noche parecían castillos abandonados. Maya sentía el cansancio apoderarse de sus músculos, pero la mente seguía vibrando con los datos, los números, los mapas que había visto. Sabía que la clave estaba allí, que el enemigo jugaba al despiste, que la ciudad era como un tablero de múltiples capas.
Llegaron a un apartamento de seguridad, una especie de “piso franco” que parecía preparado para una guerra: cámaras, puertas reforzadas, cristales a prueba de balas y, sobre todo, la calma tensa de un lugar pensado para resistir asedios. Viktor recorrió el perímetro dos veces antes de dar el visto bueno. Jack fue directamente a una habitación que hacía las veces de despacho y sala de operaciones. Maya se dejó caer en el sofá, apoyando la cabeza en las manos. Por primera vez en mucho tiempo, sentía la tentación de llorar. No era tristeza, exactamente. Era agotamiento, y también esa sensación de que su vida anterior se había evaporado del todo.
Viktor se sentó a su lado y, sin decir palabra, apoyó su mano en su rodilla. El tacto frío era, paradójicamente, lo más humano que sentía en días. No hicieron falta palabras. Solo respirar, solo estar cerca.
No pasó mucho tiempo antes de que Maya se pusiera a trabajar. Instaló sus herramientas, conectó los dispositivos y empezó a rastrear direcciones IP, mensajes cifrados, movimientos de cuentas. Era como estar en una sala de espejos: cada pista llevaba a una bifurcación, cada mensaje era una cortina de humo. Pero ella era terca, y los datos, su refugio.
Mientras ella trabajaba, Jack hacía llamadas en la otra habitación, hablando en clave, enviando mensajes a otros miembros de la comunidad. Viktor iba y venía, controlando los accesos, revisando las cámaras, hablando a veces en voz baja por teléfono con el virrey o con Alessandra. Era como estar en una pequeña base de operaciones de guerra, cada uno con su papel, el tiempo medido, la amenaza de que todo pudiera estallar en cualquier momento.
De madrugada, mientras la ciudad respiraba ese falso sosiego antes del amanecer, Maya levantó la cabeza del portátil.
—He encontrado algo —dijo en voz baja, llamando a Viktor y Jack—. Hay una red de pagos que conecta a varios de los móviles con una cuenta en el extranjero. Pero lo raro es que los movimientos se activan solo durante las horas de luz solar. Es como si tuvieran un “cambio de turno”.
Jack frunció el ceño.
—Eso solo puede significar dos cosas: o están usando humanos para las tareas sucias diurnas, o hay algo más en juego.
Viktor asintió.
—¿Puedes seguir la pista? —preguntó.
—Estoy en ello. Lo que sí sé es que la cuenta está a nombre de una empresa pantalla. Y hay una dirección de entrega en las afueras. He cruzado datos y coincide con uno de los almacenes donde hubo incidentes hace semanas. Es una base secundaria, pero por los mensajes que he visto, la usan para transferencias rápidas. Probablemente allí no encontraremos al jefe, pero sí parte del grupo que mueve dinero y materiales.
Jack apretó los puños, un destello animal en la mirada.
—Podríamos dar un golpe allí antes de que se enteren de que vamos a por ellos. Si reventamos la célula, obligamos al jefe a moverse.
Viktor miró a Maya.
—¿Estás segura? No tienes que venir, Maya. Ya has hecho suficiente.
Pero ella negó con la cabeza, cansada pero firme.
—No me quedo en el piso esperando. Puedo manejar el dron y las cámaras desde la furgoneta. Además, sé lo que busco si entramos a por datos.