Cuando el sol se esconde

39

El amanecer iba extendiendo su luz anaranjada por las calles, haciendo que las sombras de la ciudad huyeran una vez más. En la furgoneta, Maya sentía el ritmo de la respiración de Viktor y Jack volverse más lento y pesado, los dos luchando por mantenerse despiertos. Jack ya ni hablaba: los párpados cerrados, la cabeza ladeada. Viktor, obstinado, apretaba la mano de Maya como si eso lo anclara a la vigilia, los ojos grises fijos en la carretera, aunque se notaba que cada segundo era una pelea.

—Tenéis que descansar —dijo Maya, sabiendo que su voz temblaba, pero firme—. Yo me encargo de llevarnos a salvo.

Viktor forzó una sonrisa que era más sombra que luz.

—No me gusta estar tan… vulnerable —murmuró, la voz ya lejana—. Confío en ti.

Jack asintió con un gruñido apenas audible y terminó de dejarse ir, desplomándose en el asiento trasero, inconsciente, casi inerte como una estatua olvidada. Viktor luchó unos minutos más, pero el sueño vampírico era implacable. Maya vio cómo finalmente, la fuerza se le escapaba del cuerpo. A pesar de todo, antes de rendirse, murmuró:

—No te fíes de nadie. Ve al lugar de la lista, la casa amarilla. Solo abre la puerta si escuchas el timbre dos veces cortas y una larga. Yo... volveré. Te lo prometo.

Las palabras se desvanecieron en el aire. El peso de la noche entera, del combate, la sangre, el miedo, todo caía sobre Maya, que de repente era la única al mando. Miró el mapa, recordó el camino, y arrancó la furgoneta, conduciendo con manos temblorosas hacia el refugio señalado.

Durante el trayecto, Maya sentía el pulso de la ciudad latir en sus sienes. Miraba el retrovisor cada pocos segundos, el miedo de estar siendo seguida martilleándole el corazón. El cansancio era atroz, pero el miedo era más grande aún: miedo por ella, miedo por ellos, miedo de no estar a la altura. Los dos vampiros dormían el sueño de los muertos en los asientos traseros; cualquier cosa podría pasar y no podrían defenderse. Maya no los perdía de vista.

Condujo durante cuarenta minutos, atenta a cualquier coche que pudiera parecer sospechoso, a cualquier moto, a cualquier figura en las aceras. Siguió las instrucciones de Viktor hasta que divisó la casa amarilla, una vivienda modesta en las afueras, oculta tras una verja y árboles viejos. Aparcó en la entrada trasera, apagó el motor y, con las últimas fuerzas, ayudó a Viktor a ponerse de pie, a Jack a apoyarse en su hombro. Arrastró a ambos hasta la puerta, les buscó las llaves en los bolsillos —la de Viktor tenía la tarjeta negra— y tocó el timbre: dos cortas, una larga.

El sonido le pareció ensordecedor. Pasaron unos segundos eternos, y una mujer menuda, de pelo blanco y rostro afilado, abrió la puerta apenas una rendija.

—¿Maya? —preguntó con voz seca.

—Sí. Viktor y Jack… necesitan descansar. No hay tiempo —susurró, jadeante.

La mujer asintió. De un movimiento rápido, tan ágil que casi parecía sobrenatural, les ayudó a entrar. Cerró la puerta con varios cerrojos y guió a Maya hacia un pequeño sótano frío y sin ventanas, preparado con dos lechos de piedra y mantas gruesas. Maya acomodó a Viktor primero, quitándole la chaqueta y los zapatos, cubriéndolo con la manta. Luego a Jack. Se quedó un rato de pie, observando el silencio absoluto del sueño vampírico: ni un suspiro, ni el menor temblor. Podrían pasar por cadáveres. Eran vulnerables, infinitamente mortales.

La mujer —que se presentó como Agathe, otra antigua aliada de la comunidad— puso la mano en el hombro de Maya.

—Has hecho bien. Aquí estarán a salvo hasta el anochecer. Descansa tú también. Yo vigilo.

El día fue una extraña burbuja de irrealidad para Maya. En la pequeña habitación de invitados, el móvil apagado, la mente en blanco. Trató de dormir, pero las imágenes de la noche la perseguían: el combate, la sangre, el crujido de huesos, la sensación de vulnerabilidad, la certeza de que la guerra aún no había acabado. Se levantó, se duchó, bebió un café que Agathe preparó con sorprendente habilidad, y luego volvió a comprobar los discos duros y móviles recuperados, avanzando un poco más en la red de datos del enemigo. Descubrió nombres, cuentas, mensajes cifrados, rutas de vehículos. Todo ese trabajo, que antes le habría parecido ajeno, ahora era vital. Sabía que ese era el último tramo: la caza final.

Al anochecer, Viktor fue el primero en despertar. Maya lo escuchó moverse en el sótano y bajó a su encuentro. Viktor, aún pálido y con el pelo revuelto, la miró como si no pudiera creerse que seguía viva.

—¿Todo bien? —preguntó, la voz ronca y profunda.

Maya asintió. No pudo evitar abalanzarse a sus brazos. La tensión se liberó en forma de un abrazo, largo, urgente, que no era solo deseo, sino un consuelo. Jack también se incorporó, más despacio, y lanzó un bufido al estirar el brazo herido.

—Tienes más agallas que la mayoría de nosotros —murmuró a Maya—. Yo en tu lugar me habría largado hace tiempo.

Ella sonrió, aún abrazada a Viktor.

—No os ibais a librar tan fácil de mí.

Viktor la besó en la frente, los ojos brillando con esa mezcla de deseo y ternura que solo aparecía en los momentos de verdad.

—Tenemos una última jugada. Bastien y Alessandra nos esperan. El virrey quiere vernos en la residencia central, dice que tiene lo que falta para acabar con esto.

Maya asintió. De pronto, sintió que el ciclo se cerraba. Todo lo vivido, lo perdido, lo descubierto, iba a servir para algo.

Volvieron a la ciudad al anochecer, por rutas alternativas. Bastien los esperaba en una sala segura de la residencia. En la mesa, los discos duros que Maya había extraído, y, sobre ellos, un sobre lacrado con el sello de la comunidad.

—Enhorabuena —dijo Bastien, con una pequeña sonrisa apenas perceptible—. Habéis cortado la cabeza a la célula más peligrosa de los últimos años. No será el fin, pero hemos ganado tiempo, y a veces el tiempo es todo lo que nos separa del desastre.




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