El primer día que Maya despertó en el refugio, el reloj marcaba casi las doce. Por costumbre, comprobó si Viktor estaba en la habitación de enfrente, pero no se molestó en asomarse: la puerta cerrada y la total ausencia de sonido eran respuesta suficiente. Estaba dormido. Sonrió con ternura; ya se había acostumbrado a su propio horario de humana diurna, aunque las noches en vela se hacían más fáciles cuando compartía el tiempo con él.
El refugio—un antiguo piso sobre una librería con las ventanas cubiertas y el mobiliario justo—le parecía menos acogedor que el ático de Viktor, pero la seguridad era lo que importaba. Habían acordado no regresar al ático hasta tener garantías, y en cuanto al edificio de Maya, los informes confirmaban lo que ya sabían: demolición total. No había hogar al que volver. Solo un solar cercado, y el recuerdo doloroso de lo que había perdido.
Por la tarde, cuando el sol ya rozaba el horizonte, Viktor apareció en el salón, aún medio desorientado por el sueño vampírico. Maya, sentada ante el portátil revisando algunos archivos pendientes, lo miró y le sonrió sin palabras.
—¿Has dormido bien? —preguntó, apartando la melena del rostro.
—Siempre duermo bien, pero mejor si te huelo cerca —contestó él, con ese humor sutil que la hacía sentir menos fuera de lugar.
Se acercó y se sentó junto a ella, el silencio entre ambos cargado de complicidad.
—He estado pensando —empezó Maya—, ahora que ya no tengo casa… Bueno, que ya no tenemos ninguna, en realidad.
Viktor asintió despacio, cogiendo su mano.
—No quiero que sientas que te arrastro a esto. Si quieres irte, no tienes que quedarte solo porque… —pero ella le cortó.
—No quiero irme a ningún sitio si no es contigo. Solo… no sé cómo se hace esto —dijo en voz baja.
Viktor le acarició el dorso de la mano con el pulgar.
—Lo aprendemos juntos. Llevo más de un siglo viviéndome solo a mí mismo, ahora quiero vivirte a ti.
Ella rió con suavidad, entre aliviada y emocionada.
—Tendrás que aguantarme muchas mañanas, y mi mal genio cuando tengo hambre, y que no me sé orientar en la ciudad, y que siempre se me olvidan las llaves…
—Y tú tendrás que soportar mi afición por los discos de jazz y que no pueda acompañarte a la playa —replicó Viktor.
—Y que las cortinas sean siempre gruesas… —añadió Maya.
Era un intercambio tímido, pero en esa lista de defectos y manías estaban dibujando un futuro.
Esa noche salieron a caminar. Las calles del centro les parecían irreales después de tantas noches de tensión, pero Maya apretaba la mano de Viktor y por primera vez no sentía miedo. En una terraza, pidieron café y una copa de vino. Maya se dedicó a mirar las luces de la ciudad, preguntándose si algún día volvería a tener algo que llamara hogar.
—Podríamos buscar otro sitio —dijo él de pronto, como si leyera sus pensamientos—. Un sitio nuestro, donde nadie tenga que esconderse.
Maya apoyó la barbilla en la mano, pensativa.
—Nunca he vivido con nadie.
—Yo tampoco —admitió Viktor, con media sonrisa.
El silencio se instaló de nuevo, cómodo, hasta que Maya le miró a los ojos.
—¿Y si probamos?
Viktor asintió.
—¿Por dónde quieres empezar?
—Por la cama —dijo Maya, atreviéndose por fin a decirlo—, pero esta vez solo para dormir juntos, aunque no prometo nada.
La carcajada de Viktor le subió la sangre al rostro.
—No sabes cuánto he echado de menos eso.
Volvieron al refugio entre bromas y pequeñas caricias, sintiendo por primera vez en semanas que el futuro les pertenecía. Compartieron la cama de la habitación principal, el cuerpo de Viktor frío y firme abrazando a Maya en la oscuridad. Ella se quedó dormida antes de que él cayera en el letargo diurno, la respiración tranquila, los cabellos enredados entre los dedos de él.
Durante las siguientes semanas, la rutina fue su aliada: Maya trabajando en remoto mientras buscaban piso, Viktor lidiando con los flecos de la investigación y asegurándose de que la amenaza estuviera realmente controlada. Cada tarde, cuando el sol bajaba, hacían planes. A veces discutían, a veces reían, a veces terminaban la noche entre sábanas, dejando que el deseo y la ternura se mezclaran hasta no saber quién guiaba a quién.
En una de esas noches, cuando la seguridad era por fin una realidad y la ciudad parecía haber vuelto a la normalidad, Viktor apareció con un juego de llaves en la mano.
—He encontrado algo —dijo—. Ven.
Era un piso alto, con ventanales y vistas al parque, paredes desnudas y la promesa de muchos días juntos por delante.
—No es un ático, pero… —empezó Viktor, pero Maya lo interrumpió besándolo, la risa estallando entre ambos.
Esa noche, se desvistieron sin prisa, explorando el espacio nuevo a la vez que se exploraban uno al otro. Hubo caricias, risas ahogadas, el leve temblor de Maya cuando sintió los colmillos de Viktor en la piel del cuello—esta vez sin miedo, sino con la confianza de quien se sabe elegida y amada. Él contuvo el instinto, acariciando con los labios sin dejar marca.
—No tienes que hacerlo —susurró él, notando la invitación.
—No, pero quiero —contestó Maya, guiándolo.
La pasión se desató entre ellos, una entrega dulce y feroz, hecha de mordiscos suaves y jadeos compartidos. Cuando todo terminó, Maya quedó abrazada a él, los latidos aún acelerados, y la certeza, por fin, de que pertenecía a algún sitio.
—¿Te arrepientes? —preguntó Viktor, acariciando su espalda desnuda.
—Solo de no haberte conocido antes.
El resto de la noche pasó entre confidencias y silencios cómodos, la ciudad extendiéndose bajo sus pies como una promesa.
—Creo que, después de todo esto, podemos con lo que sea —dijo Maya, entre sueño y realidad.
Y Viktor, besando su frente, supo que era verdad.
El futuro no estaba escrito, pero juntos, estaban listos para cualquier oscuridad.