Era una de esas noches tranquilas en que la ciudad parecía contener el aliento. El verano había dado paso a una tregua de temperaturas suaves, y en el nuevo piso las ventanas abiertas dejaban pasar una brisa delicada que movía suavemente las cortinas blancas. Maya y Viktor habían cenado en casa, una rutina a la que ambos se iban acostumbrando. La mesa seguía puesta, con la botella de vino casi vacía, y el eco de la música jazz de fondo.
Después de fregar los platos juntos, Maya se sentó en el alféizar de la ventana, mirando las luces lejanas. Viktor, tras echar un vistazo a la ciudad desde el ventanal, la observó con una expresión que ella ya empezaba a leer: esa mezcla de nostalgia y deseo de sinceridad, ese modo que tenía de parecer, durante un instante, exactamente tan humano como ella.
—¿Sabes qué? —dijo Maya—. A veces me olvido de todo esto, de que podrías levantarme en peso con una sola mano o de que tienes más años que este edificio.
Viktor sonrió, con ese gesto pequeño que solo mostraba cuando estaba realmente cómodo. Se sentó a su lado, apoyando la espalda en la pared.
—A veces yo también lo olvido —confesó.
El silencio se instaló entre los dos, apenas roto por la música y el rumor lejano de los coches.
—¿Te pasa a menudo? —preguntó ella, con curiosidad genuina—, quiero decir… ¿olvidarte de quién eres? ¿O de cuánto tiempo ha pasado?
Viktor tardó un poco en contestar. No era habitual que se abriera así, ni siquiera con ella, pero la noche lo invitaba.
—Casi nunca lo olvido del todo. Es algo que… —hizo una pausa, buscando las palabras— …que pesa en la sangre, en los huesos, en la forma de mirar el mundo. Pero tú me haces sentir presente. Vivo, de verdad.
Maya bajó la mirada, emocionada, y rozó su mano con la suya.
—A veces me asusta —confesó ella—. No quiero que esto se vuelva algo que no puedo sostener. Que te canses de mí, o que te des cuenta de que… no encajo.
Viktor negó con la cabeza, y la atrajo suavemente para que se sentara sobre sus piernas. La abrazó, su mano fría y grande recorriendo su espalda desnuda por encima de la camiseta.
—Eso no va a pasar, Maya. —Su voz era grave, casi un susurro—. Pero sí tengo miedo. Y no es el tipo de miedo que conoces tú. No es un miedo de perderlo todo de golpe, sino de verlo diluirse poco a poco, en la distancia que se abre entre tus años y los míos.
Maya apoyó la cabeza en su pecho.
—¿Quieres hablar de eso?
Viktor asintió, y la sostuvo aún más fuerte.
—Cuando te enamoras de alguien, siendo como yo, el tiempo se convierte en un enemigo al que no puedes mirar de frente. He visto cambiar el mundo demasiadas veces. Lugares que amé han desaparecido bajo las ciudades modernas. Personas que creía eternas se desvanecieron. Cada década soy menos de allí y más de ninguna parte.
La confesión le costó. Era como sacarse una espina largamente enquistada.
—No quiero que pienses que no me basta con esto —añadió—, pero a veces te veo bailando descalza en la cocina o discutiendo sobre memes en el móvil y pienso: para ti, todo esto es nuevo. Para mí, es el eco de algo que ya fue, y eso… a veces me asusta. Que no sea suficiente, que no esté a la altura.
Maya guardó silencio, digiriendo cada palabra, acariciando el antebrazo de Viktor con los dedos.
—Yo tampoco soy la misma persona que era hace un año —susurró—. La vida… la tuya, la mía… cambia a cada paso. Yo no puedo prometerte que nunca cambiaré, o que nunca me cansaré de esto, igual que tú no puedes prometerme que no habrá más peligros. Pero sí puedo prometerte que voy a intentarlo. Que quiero estar aquí, contigo, mientras el mundo siga girando.
Viktor cerró los ojos, conteniendo una emoción antigua, esa que los siglos no habían desgastado: el miedo a quedarse solo, la nostalgia de pertenecer.
—He tenido amantes mortales antes —admitió—. Algunos fueron solo noches, otros años. Nunca me atreví a quedarme lo suficiente para ver cómo envejecían. Prefería perderme antes. Era más fácil ser un monstruo si no recordabas sus cumpleaños ni el olor de su piel por la mañana.
Maya se giró para mirarle de frente.
—¿Y qué haces diferente conmigo?
—Me quedo —dijo Viktor, y la palabra tuvo peso, como un pacto.
—Te quedas —repitió Maya, y le besó despacio, con los ojos abiertos, como si quisiera memorizar cada detalle de ese momento.
Él la abrazó aún más fuerte, acunándola sobre sus piernas. El deseo se coló, pero fue suave, como el murmullo de la ciudad. Maya se aferró a él, a la realidad de su cuerpo frío y a la certeza de que, en ese instante, nada ni nadie podría arrancárselos el uno al otro.
—¿Qué te da más miedo de todos estos años? —susurró ella, aún abrazada a su cuello.
Viktor meditó un instante, eligiendo la verdad.
—Que llegue un día en que el mundo cambie tanto que ya no tenga a nadie a quien llamar casa. Que tú decidas que la vida te llama a otra parte, y que mi historia se quede atrás de nuevo, como una sombra entre muchas. No temo a la muerte, pero sí temo quedarme solo. La soledad es el verdadero infierno.
Maya apretó su mano.
—Entonces tenemos que construir una casa a prueba de siglos, ¿no? Aunque sea un pequeño piso con un ventanal y una cafetera barata.
Viktor sonrió, con una sinceridad que rara vez mostraba.
—Eres lo más moderno y lo más antiguo que he tenido nunca, Maya. Lo eres todo ahora.
Se quedaron allí, abrazados en la penumbra, compartiendo silencios y caricias. Los dedos de Maya jugaban con los cabellos oscuros de Viktor, la piel de ambos vibrando de deseo y ternura. El tiempo se suspendió, y durante un rato, solo fueron dos cuerpos y dos almas aprendiendo a no tener miedo al futuro.
Más tarde, en la cama, Maya buscó su calor frío, acomodándose bajo su brazo.
—Si alguna vez tienes miedo, dime la verdad —le pidió ella—. Y yo haré lo mismo. Puede que no le ganemos al tiempo, pero podemos intentarlo juntos.