La noche estaba bien entrada, y la ciudad allá abajo parecía ajena a cualquier preocupación que no fuera el murmullo de sus propias luces. El nuevo piso tenía ese silencio de lugares aún por estrenar, pero la cama ya era territorio compartido. Maya se despertó un rato después, acurrucada contra el pecho de Viktor. No había dormido profundamente—el insomnio era, de momento, un compañero más frecuente que la costumbre—, pero sentía el cuerpo templado y la mente extrañamente en calma.
Viktor estaba despierto, o al menos en esa frontera tranquila en la que parecía esperar la llegada total del día. No había luz directa, así que podía mirarla y acariciarle la espalda con la mano abierta, en una caricia lenta y sin prisa.
—¿Qué piensas? —preguntó ella, acomodándose para mirarle a los ojos.
Viktor le sonrió, suave.
—En ti —dijo, sin rodeos—. En el tiempo. En cómo todo esto… parece imposible y real a la vez.
Maya le estudió unos segundos, notando cómo, incluso después de tanta cercanía, todavía había abismos que explorar.
—¿Has pensado alguna vez en…? —Dejó la frase flotando, pero ambos sabían de qué hablaba.
Él suspiró, dejando que los dedos siguieran el contorno de su cintura.
—Sí. Es imposible no pensarlo —admitió, con honestidad que dolía un poco—. Sobre todo ahora.
—¿Cómo sería? —susurró Maya, el corazón latiendo rápido.
—No lo sé. Cada transformación es distinta —dijo Viktor—. No es como en las películas. No es sólo cuestión de morderte y ya está. Hay un ritual, una entrega, un precio. Y hay consecuencias. Siempre las hay.
—¿Te gustaría? —preguntó ella, muy bajito, como si temiera la respuesta.
Viktor cerró los ojos, dándose un momento antes de hablar.
—Hay una parte de mí que no quiere perderte nunca —confesó—. Y otra que teme condenarte a esto. Vivir para siempre suena bien, pero también significa ver desaparecer todo lo que amas, ver el mundo cambiar y no poder dejarlo atrás.
La miró con intensidad.
—¿Lo harías tú, Maya? ¿Lo querrías realmente, algún día?
La pregunta quedó flotando en el aire, cargada de un peso inmenso. Maya no respondió de inmediato. Miró el techo, la curva del hombro de Viktor, la línea de luz azulada que entraba por la ventana.
—No lo sé —reconoció al fin—. Me aterra pensarlo, pero más me aterra imaginar un futuro donde tú ya no estés, o donde yo te falte a ti. Ahora mismo, me siento viva. Tengo miedo, sí, pero quiero vivir contigo este tiempo, el que sea. Y si algún día… —hizo una pausa, trémula— …si algún día ambos lo decidimos, quiero que sea porque es lo correcto, no porque tengamos miedo.
Viktor asintió, inclinándose para besarle la frente.
—Eso es lo único que puedo prometerte —susurró—. Nunca lo haré por miedo, ni por egoísmo. Si llega ese momento, será porque tú lo quieres y porque hay algo hermoso en la eternidad compartida.
—¿Duele? —preguntó ella, y Viktor entendió a la primera a qué se refería.
—Duele, sí —admitió—. Duele el cuerpo y el alma. Pero es una puerta que, una vez se cruza, no se puede cerrar.
Tomó su rostro entre las manos, mirándola con una gravedad solemne.
—Por eso necesito que nunca lo tomemos a la ligera. Ni ahora, ni dentro de un siglo. Porque yo te amo demasiado para perderte, pero también para obligarte.
Maya le sonrió, con lágrimas en los ojos, y lo besó despacio, sabiendo que esas preguntas seguirían ahí, en la frontera de todas las noches.
—Entonces, por ahora, quiero vivir. Vivir mucho. Vivir contigo.
Viktor sonrió, y su abrazo fue una promesa silenciosa, mientras fuera la ciudad seguía ardiendo suavemente en la oscuridad, ajena al pacto discreto de dos seres que, a su modo, buscaban vencer al tiempo.