Cuando el sol se esconde

43 (Epílogo)

La noche avanzaba despacio, como si la ciudad se hubiera rendido a un letargo cómplice. La ventana abierta dejaba entrar la brisa, arrastrando los ruidos lejanos de la urbe, mientras Maya y Viktor compartían la intimidad callada de la habitación. Había entre ambos una calma y una expectación distintas a las veces anteriores; algo más blando, menos marcado por la urgencia del miedo o el caos reciente. Era deseo, sí, pero también confianza, y una entrega menos impulsiva, más consciente.

Maya se acercó a él sin decir palabra, envuelta apenas en una camisa suya que le llegaba a medio muslo, el pelo aún húmedo de la ducha. Viktor la recibió en silencio, sus brazos abriéndose para acogerla contra su pecho, los cuerpos encajando con naturalidad en un abrazo cálido. Se miraron en la penumbra, y el roce de sus dedos fue lento, como si quisieran memorizar de nuevo cada parte, como si la prisa fuera un pecado.

Esta vez, fue Maya quien llevó la iniciativa. Se sentó sobre él a horcajadas, buscando sus labios con una mezcla de dulzura y hambre, besándole primero la comisura de la boca, luego la línea de la mandíbula, hasta el cuello. Viktor la dejó hacer, entregado, respirando hondo cada vez que ella encontraba un punto sensible. Sus manos se perdieron en la camisa, subiendo y bajando por la espalda desnuda, trazando líneas de fuego suave sobre la piel.

—¿Quieres que te muerda? —susurró Viktor, su voz baja y grave, apenas un hilo en el silencio.

Maya asintió, sin pudor, su mirada llena de deseo y algo más. Sabía lo que implicaba. Había hablado de ello, habían sopesado riesgos, deseos, miedos. Pero ahora no había miedo, sólo una extraña ansia por fundirse, por sentirlo todo a la vez, el placer y la herida, la vida y lo que rozaba la muerte.

Viktor deslizó los labios por el cuello de Maya, deteniéndose justo en la línea donde el pulso latía con fuerza. Sus colmillos asomaron apenas, acariciando la piel, y Maya sintió la electricidad recorrerle la columna. Era una sensación de anticipación, de vértigo; la certeza de que estaba a punto de cruzar otro umbral, uno tan físico como emocional. Cerró los ojos, rindiéndose al momento.

El mordisco fue suave, un pinchazo seguido de un calor profundo que se mezcló con el placer físico de la entrega. Maya jadeó, primero sorprendida, luego abandonándose al vaivén de las sensaciones. El dolor era mínimo, casi inexistente comparado con la ola de placer que la invadía. Viktor la sostenía con firmeza, sin perder el control, bebiendo apenas lo justo, mientras con la otra mano acariciaba la curva de su cadera y el muslo, guiándola en un movimiento lento y rítmico.

La conexión fue inmediata, absoluta. Podía sentir la respiración de Viktor acelerarse, su propio pulso volviéndose uno solo con el de él, la sangre corriendo entre los dos como un río invisible. No había violencia, ni miedo. Sólo un placer profundo y compartido, un estremecimiento que crecía con cada movimiento, con cada sorbo, con cada caricia. Maya sentía que se desvanecía en él, que su cuerpo era una sola llamarada, el placer amplificado por la extraña energía del mordisco, la herida abierta y sanada casi al instante, el deseo redoblado.

Viktor apartó los colmillos en el momento justo, lamiendo la herida con ternura. Los besos se volvieron más urgentes, pero la calma seguía allí, una especie de respeto tácito, como si no quisieran romper la magia del momento. Maya buscó su boca, sin pudor, succionando con hambre, reclamando lo que era suyo. Los cuerpos se movían juntos, cada roce una promesa, cada embestida una declaración.

No había palabras, sólo respiraciones entrecortadas, gemidos bajos, el ritmo acompasado del amor en su forma más pura. Maya sentía que se rompía y se reconstruía a la vez, que todo lo que había temido antes era humo y que sólo importaba esa entrega absoluta. El clímax fue suave y profundo, una ola que los arrastró a los dos a la vez, tan intensa que Maya creyó que el corazón iba a parársele por un instante. Se aferró a Viktor, y él a ella, como si pudieran salvarse mutuamente de todo el dolor del mundo.

Cuando la respiración volvió a la normalidad, Viktor la abrazó fuerte, besándole la frente y el cabello, la herida ya cerrada, apenas una línea roja invisible.

—¿Estás bien? —murmuró él, con la voz ronca y un poco temblorosa.

—Nunca mejor —susurró Maya, acurrucándose contra su pecho, sintiéndose ligera, poderosa, y, por primera vez en mucho tiempo, plenamente viva.

Se quedaron así, abrazados, dejando que el silencio hablara por ellos. Afuera, la noche seguía su curso, ignorante del milagro pequeño y privado que acababa de ocurrir en ese ático, donde dos mundos tan distintos se habían fundido, siquiera por un rato, en algo que ni el miedo ni la muerte podían quebrar.




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