Cuando el sol se esconde

44 (Epílogo)

La noche siguiente, Maya despertó antes del ocaso. La habitación estaba en silencio, la ciudad extendiéndose en sombras tras los ventanales del ático. Se sentía extrañamente en paz, más descansada de lo que recordaba en meses. La herida en su cuello era apenas un leve cosquilleo, el recuerdo de una noche que aún resonaba en sus sentidos. En el aire, el olor tenue de la sangre y del sexo, íntimos y ajenos, la rodeaban como un abrigo.

Viktor dormía en la habitación de enfrente, más allá de la puerta entreabierta. El sueño vampírico era profundo y absoluto. Maya se asomó, apoyando la cabeza en el marco, y se quedó unos minutos observando el extraño espectáculo: el hombre de siglos, aquel ser indomable, ahora tan vulnerable, los rasgos perfectos y tensos, las manos abiertas sobre las sábanas, completamente ajeno al mundo de los vivos.

Maya sentía ternura, pero también vértigo. “Un día, podrías dormir así”, se sorprendió pensando. ¿Realmente era eso lo que quería?

Dejó pasar el tiempo con calma, explorando la casa, ordenando cosas, abriendo las cajas de sus pertenencias. El proceso fue lento, como si el simple acto de deshacer cajas pudiera recomponer la vida que había perdido. A ratos lloró, sin hacer ruido, dejando que el duelo saliera en lágrimas breves, privadas, entre recuerdos de objetos y fotografías viejas. A ratos sonrió también, ante pequeñas victorias: encontrar su taza favorita intacta, un libro con anotaciones en los márgenes, una foto de ella y Reyes en una fiesta universitaria. Sabía que el dolor era inevitable, pero por primera vez también sentía esperanza.

Cuando anocheció del todo, Viktor apareció junto a la puerta, con el pelo revuelto y una expresión suave en el rostro. Llevaba una camisa blanca y pantalones oscuros, descalzo, más humano de lo que nunca lo había visto.

—¿Te has acomodado? —preguntó, entrando con paso sigiloso.

—Lo intento —respondió Maya, sonriendo. Se acercó a él, poniéndose de puntillas para besarle, primero en la mejilla y luego en los labios.

Viktor la rodeó con los brazos, apretándola contra sí con fuerza.

—No tienes que hacerlo sola —susurró—. No ahora.

Pasaron las horas en la tranquilidad que sólo tienen los que han sobrevivido juntos a una batalla. Salieron a la terraza, compartieron el desayuno-cena (bagels para ella, una copa para él), y hablaron de cosas sencillas, casi triviales: la programación de la televisión, los colores de la ciudad, los viejos edificios que Viktor reconocía y que ya no existían.

Pero el tema que flotaba entre ellos, inevitablemente, era el de la transformación. Maya no lo sacó al principio; no quería estropear la frágil armonía del momento. Sin embargo, Viktor parecía leerle los pensamientos.

—Sé que tienes miedo —dijo, girándose para mirarla a los ojos—. Yo también lo tendría en tu lugar. Lo he visto muchas veces.

Maya jugó con la taza en sus manos, pensativa.

—No es sólo miedo —admitió—. Es… todo lo que implica. Lo que dejaría atrás, lo que perdería, lo que podría ganar. ¿Hay alguna manera de…? —no acabó la frase, se interrumpió.

Viktor no le apuró. La dejó buscar las palabras.

—No hay un camino fácil —explicó él, apoyando una mano sobre la de Maya—. Convertirse en uno de los míos es irreversible. La vida cambia para siempre, y el mundo, tal como lo conoces, se convierte en otra cosa. Hay maravillas y hay terrores. Hay belleza, pero también soledad. Por mucho que estemos juntos, no será igual.

—¿Y tú lo volverías a hacer? —preguntó Maya, sincera.

Viktor guardó silencio, mirando la ciudad iluminada. Tardó en responder.

—Algunas noches sí —admitió—. Otras, no. He visto morir a demasiada gente. He perdido cosas que no podré recuperar jamás. Pero también he amado y conocido cosas que jamás habría soñado de otro modo. —La miró a los ojos—. No es una respuesta fácil. Sólo tú puedes decidir.

Maya asintió, apretando la mano de Viktor entre las suyas.

—Me da miedo perderme —susurró—. Dejar de ser yo, o convertirme en algo… vacío.

—Tú eres tú —le aseguró Viktor—. La sangre, la oscuridad, no pueden robarte eso, salvo que tú lo permitas. Y yo nunca te dejaría sola en ese proceso.

El silencio entre ambos se llenó de promesas mudas. Maya supo, en ese instante, que su historia no se acabaría esa noche. Que el futuro no estaba escrito, y que la decisión podía esperar. Pero también supo que, fuera cual fuera el camino, Viktor estaría allí. Se inclinó hacia él y apoyó la cabeza en su pecho, dejando que el murmullo de su corazón, todavía humano, marcara el ritmo de la noche.

Fueron a la cama juntos, sin palabras, pero con la certeza de que la vida —o la no-vida— aún tenía mucho que ofrecerles. Maya se quedó dormida antes que Viktor, soñando con noches infinitas, ciudades antiguas y un amor que, por primera vez, no parecía tener fecha de caducidad.

Y así, entre el rumor de la ciudad y el amanecer que asomaba por el horizonte, la historia de Maya y Viktor seguía, incierta pero luminosa, a la espera de ese último, gran salto.




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