Cuando el sol se esconde

45 (Epílogo)

Con el paso de los meses, el vértigo del cambio fue dando paso a una rutina insólita, una coreografía privada que sólo ellos conocían y que nadie más podría entender. El ático, que al principio le había parecido frío y ajeno, se fue transformando bajo las manos de Maya en un hogar. Empezó por detalles sutiles: plantas en los alféizares, mantas sobre los sillones, una estantería improvisada con sus libros junto al ventanal, fotos pegadas con imanes en la nevera (la mayoría de Viktor protestando, entre divertido y resignado, por salir poco favorecido en las selfies de Maya).

Las primeras semanas después de la gran crisis fueron de adaptación. Maya aún arrastraba insomnio, pesadillas y la sombra de la ansiedad. A veces despertaba en mitad del día con la sensación de estar siendo observada, pero sólo era el eco del miedo. Otras noches, cuando el sueño la esquivaba, caminaba descalza hasta la biblioteca, donde encontraba a Viktor leyendo a la luz de una lámpara baja, siempre con un libro de papel antiguo o un tratado ininteligible para cualquier otra persona. Se sentaba en silencio junto a él, y poco a poco, las palabras y los silencios curaban sus heridas.

—¿Alguna vez te cansas de leer los mismos libros? —preguntó una noche, acurrucada en el sofá.

—No son los mismos si eres distinto cada vez que los lees —respondió él, cerrando el tomo con suavidad y rodeándola con el brazo.

Desarrollaron una rutina hecha de días tranquilos y noches vividas al límite de la vigilia. Maya recuperó el trabajo remoto en su empresa; la pandemia había dejado buenos hábitos en la tecnología. A veces, tras largas jornadas frente al portátil, encontraba a Viktor afinando el piano, escribiendo cartas con caligrafía perfecta o cocinando experimentos extraños sólo para ella (algunos deliciosos, otros menos afortunados, pero todos hechos con dedicación).

—Te prometo que la próxima vez el arroz quedará menos… gótico —bromeaba él, mostrando una paella más negra que el mármol del suelo.

—Eso te pasa por confiar en recetas de 1870, cariño —respondía ella, estallando en carcajadas.

Una vez a la semana, convertían el salón en cine improvisado. Maya le presentaba películas que a Viktor le costaba entender ("¿Por qué los vampiros brillan? ¿Y ese drama adolescente eterno?"), y él, a cambio, le mostraba música, óperas y películas mudas que la hacían llorar o reír por igual. Compartían el sofá, a veces envueltos en una sola manta, otras noches cada uno en su extremo, intercambiando miradas cómplices sobre lo absurdo de sus diferencias.

Las noches fuera eran más complicadas. Viktor no podía exponerse a la luz diurna, y Maya se acostumbró a organizar su vida entre el atardecer y el amanecer. Iban juntos a galerías, a conciertos clandestinos en clubes de jazz, a exposiciones de arte donde Viktor se reencontraba con viejos conocidos que llevaban siglos moviéndose entre las sombras. Cada encuentro era una mezcla de misterio y realidad, de política secreta y lealtades antiguas.

Viktor insistía en enseñarle esgrima en la terraza, convencido de que todo el mundo debería saber defenderse, especialmente después de lo ocurrido. Maya era torpe al principio, pero la paciencia inquebrantable de Viktor la iba puliendo. Acababan siempre sudados y riendo, entre paradas y ataques, con la brisa de la ciudad limpiando el miedo.

—Eres mejor de lo que crees —le decía él, sujetando la espada de entrenamiento.

—¿Y si pierdo contra un vampiro? —bromeaba Maya, empujándolo con el pomo.

—Te defendería yo —contestaba Viktor, acercándose para besarle la frente.

Los días de descanso, Viktor dormía profundamente en la habitación contigua, y Maya aprovechaba para hacer yoga en el salón, escuchar música o perderse entre libros y videojuegos. A veces, la simple presencia silenciosa del vampiro dormido la tranquilizaba más que cualquier psicólogo. Se asomaba a la puerta y observaba su sueño inmutable, pensando en la confianza absoluta que le demostraba al dejarse vulnerable junto a ella.

De vez en cuando, el deber llamaba. Maya ayudaba a Bastien y Alessandra con rastreos digitales, desencriptando teléfonos y persiguiendo pistas que podían poner en jaque la frágil paz entre especies. No siempre era fácil; a veces los recuerdos volvían, el miedo a perderlo todo reaparecía, pero Viktor estaba ahí para sostenerla, para recordar que eran un equipo. También ella empezó a comprender el peso del mundo de Viktor: la política, los compromisos, la necesidad de mantener el equilibrio entre humanos y vampiros, entre lo oculto y lo visible.

Hubo noches en que discutieron, a veces por tonterías: un ataque de celos, la negativa de Viktor a dejarla participar en misiones peligrosas, los miedos de Maya a perder su humanidad. Pero siempre encontraban el modo de reconciliarse, en la cocina, en la cama, en la terraza, abrazados bajo la luna o tumbados espalda con espalda, riendo por lo absurdo de sus preocupaciones en un mundo donde lo más normal era lo imposible.

El sexo fue cambiando también. Al principio, todo era intensidad y urgencia, la pasión de los supervivientes, el anhelo de tocarse para demostrar que seguían vivos. Pero con el tiempo, aprendieron a disfrutar la calma: caricias lentas al amanecer, juegos en la bañera, largas conversaciones desnudos entre las sábanas, los mordiscos suaves que se convertían en promesas. Cada vez que Viktor se alimentaba de ella (siempre con su permiso, con un ritual casi sagrado), la experiencia era distinta: a veces un simple roce, a veces una comunión profunda, un viaje conjunto a lugares donde el placer y el dolor se confundían.

El miedo a la transformación, a la eternidad, seguía presente, pero ya no era una amenaza, sino una opción sobre la mesa, discutida con honestidad, sin prisa ni promesas huecas. Maya a veces preguntaba por el pasado de Viktor, escuchando historias de ciudades perdidas, amores antiguos, guerras y pactos secretos. Él compartía esos fragmentos con una nostalgia dulce, y ella le contaba sus propios sueños, las pequeñas cosas que echaba de menos, las que aún quería lograr antes de decidir si cruzar la línea definitiva.




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