Era primavera, y la ciudad comenzaba a desperezarse tras el invierno. Los árboles de las avenidas brotaban en tonos verdes y el aire olía distinto, limpio y expectante. Desde el ático de Viktor, la ciudad seguía extendiéndose hasta el horizonte, idéntica a la de siempre y, al mismo tiempo, completamente nueva para Maya.
No había una fecha concreta, ni un aniversario especial que marcara aquel momento. Simplemente, una noche más, al despertar al lado de Viktor, Maya sintió que el tiempo había cambiado de textura. No era una epifanía, sino la lenta sedimentación de las conversaciones, los gestos y los silencios compartidos a lo largo de los meses. Una certeza que se fue infiltrando entre los días, hasta llegar a ser tan densa y real como el aire que respiraba.
La noche en cuestión era tranquila. Habían estado leyendo en el sofá, piernas entrelazadas, cada uno con un libro distinto, interrumpiéndose sólo para compartir alguna frase, una cita, un comentario ingenioso. Viktor, como siempre, terminaba antes, y la miraba en silencio, como si nunca se cansara de aprender sus líneas, su manera de pasar las páginas, el ceño fruncido cuando encontraba algo que la irritaba.
Al final, Maya cerró su libro y se quedó mirando las luces de la ciudad. Había algo distinto en el aire, una especie de electricidad. No era miedo. Era la sensación de estar justo al borde de algo grande.
—¿En qué piensas? —preguntó Viktor, acariciándole el dorso de la mano.
Maya suspiró. Había ensayado aquella conversación en su cabeza cientos de veces, pero ahora que había llegado el momento, todas las frases preparadas parecían ridículas.
—En nosotros. En todo lo que ha pasado desde que… bueno, desde que todo explotó —dijo ella con una sonrisa cansada.
Viktor la observó en silencio. Sabía leer el significado detrás de sus palabras, las cosas que Maya no decía en voz alta.
—¿Y qué conclusión has sacado? —preguntó él suavemente, sin presionarla.
Maya se tomó su tiempo. Se incorporó, se sentó a horcajadas sobre él, rodeando su cintura con las piernas. Le sostuvo la mirada, con los ojos brillando de decisión y ternura. Viktor deslizó las manos por su espalda, esperando, sin atreverse a interrumpirla.
—Siempre me has dicho que el tiempo lo cambia todo, incluso a nosotros. Que la eternidad es más una condena que una bendición, si no la sabes vivir. Que hay cosas que una vez que se hacen, no pueden deshacerse.
Viktor asintió, la mirada grave. Recordó todas esas noches en que habían hablado de eso: la muerte, la vida, los sacrificios, el precio del poder y del amor.
—Me asusta —dijo Maya, con la voz baja—, y no voy a fingir que no. Sé que voy a perder cosas, tal vez incluso a mí misma. Me aterra la idea de cambiar tanto que un día no reconozca quién fui antes de ti. O perderme en una eternidad vacía, si alguna vez te pierdo a ti.
Viktor cerró los ojos un instante, dolido. Quiso decirle que jamás la dejaría sola, que la protegería contra todo, pero sabía que la eternidad era una promesa imposible de sostener, incluso para los de su especie.
—No tienes que decidir nada, Maya. No hay prisa. Puedes vivir todas las vidas que quieras, y sólo si de verdad lo quieres, yo...
Ella puso un dedo sobre sus labios, negando con la cabeza.
—Déjame acabar. Sé que no hay vuelta atrás. Pero también sé que, en estos meses, la vida que tenía antes dejó de ser mía. Quizá fue el miedo, quizá la curiosidad, o quizá fue simplemente enamorarme de ti como una idiota. —Sonrió, y su voz se volvió más firme—. Me di cuenta de que no estoy hecha para medias tintas. No quiero estar pensando cada día en la cuenta atrás, en cuánto tiempo me queda, en cuándo tendré que decidir. Ya he decidido. Quiero compartir lo que tú eres, no sólo quedarme al margen, mirándote envejecer sin poder alcanzarte.
Viktor la miró, primero con incredulidad, después con una ternura tan profunda que Maya sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies.
—No entiendes lo que significa —susurró él, las palabras ásperas y temblorosas—. No es sólo vivir para siempre. Es ver morir a todos, ver cómo el mundo cambia y te deja atrás. A veces te vuelves un extraño incluso para ti mismo. No quiero que odies lo que te he dado algún día.
Ella negó suavemente, inclinándose hasta apoyar la frente en la de él.
—No puedo odiar nada que venga de ti, Viktor. —Le besó la mejilla, la frente, los párpados, como si pudiera tranquilizarlo con cada gesto—. No voy a mentir: tengo miedo. Pero también tenía miedo de perderte en la batalla. Tenía miedo la noche en que me atacaron, y muchas veces después. Y estoy aquí, ¿no? Estoy aquí porque elegí quedarme, porque elegí pelear contigo.
Viktor la abrazó con fuerza, casi temblando. Durante un buen rato no se dijeron nada más. Maya notó el temblor en sus manos, la respiración agitada. Entendió que el peso de aquella decisión era tan suyo como de él, que convertirla sería una herida y una salvación a la vez.
—Cuando estés lista —susurró Viktor por fin, con la voz quebrada.
—Lo estoy —dijo Maya. Y lo decía en serio, lo sentía en los huesos. La vida que había vivido antes era otra persona. Todo lo que deseaba ahora estaba en ese instante, entre los brazos de Viktor, en el vértigo del salto al abismo.
—Entonces lo haremos a tu manera —murmuró Viktor, besándole los dedos, la frente, los labios—. No habrá prisa. Será como tú quieras, cuando tú lo decidas.
Maya sonrió, y se permitió el lujo de llorar un poco, no de miedo, sino de emoción y alivio. Había tomado la decisión más grande de su vida, y aunque el miedo no desaparecía, ya no era un obstáculo. Era sólo una señal de que lo que estaba a punto de hacer importaba de verdad.