Cuando el sol se esconde

47 (Epílogo)

Viktor no recordaba el momento exacto en que había decidido que debía hacerlo bien. Quizá había sido durante una de esas noches silenciosas, cuando se deslizaba a su biblioteca para leer a la luz mínima, fingiendo que era el peso de los siglos y no los nervios lo que le robaba el sueño. O quizás fue la forma en que Maya, sin saberlo, le sonreía al cruzar el salón, el modo en que se encogía sobre sí misma con la taza de café entre las manos, como si aún pudiera protegerse de los cambios que ya habían comenzado dentro de ella. No importaba cuándo, sólo que, al fin, lo había decidido: si iba a cruzar ese umbral con Maya, quería que ella lo recordase como algo hermoso. Una despedida digna de su vida humana, y el inicio solemne de la eternidad.

Durante días, Viktor planeó en secreto. Evitaba que Maya viera sus movimientos más inusuales, los mensajes crípticos que enviaba o los pequeños paquetes que llegaban al ático. Lejos de la rutina diaria, aprovechaba la madrugada para hacer llamadas que se perdían en la oscuridad. Habló con artesanos, con floristas, con anticuarios que le debían favores de otras vidas. Nada podía quedar al azar.

Una noche, mientras Maya dormía profundamente en su habitación, Viktor recorrió el ático en silencio. Se detuvo ante la enorme cristalera del salón, dejando que la ciudad palpitara bajo sus pies como un animal nocturno. Observó el reflejo de las estrellas sobre los ventanales, la manera en que el cielo parecía infinito y, sin embargo, vulnerable. Quería que Maya lo sintiera así: como un regalo, no como una condena.

Comenzó por transformar el lugar. En el ventanal que miraba a la ciudad, dispuso pesadas cortinas de terciopelo azul oscuro que permitían, con un gesto, aislar el mundo y convertir el espacio en algo íntimo. Encargó alfombras gruesas, en tonos cálidos, que cubrieran el frío del mármol. El piano de cola, habitualmente silencioso, se cubrió de una guirnalda de pequeñas luces doradas, apenas perceptibles, que temblaban suavemente como luciérnagas domésticas.

Mandó traer flores frescas, no rojas —demasiado obvio, demasiado crudo— sino un surtido de peonías blancas, lirios y ramitas de eucalipto, y las dispuso en jarrones de cristal pulido. El aire pronto se impregnó de un perfume limpio, húmedo, algo que a Viktor le evocaba los jardines de otra época, cuando el tiempo aún tenía significado. El mobiliario, cuidadosamente movido, dibujó un círculo alrededor del ventanal, con el sofá y un par de sillones antiguos formando un refugio discreto, lejos de cualquier ángulo hostil.

Pensó en la música. No eligió nada grandilocuente, sino un par de vinilos con música suave: piezas de Debussy, de Chopin, incluso algunos tangos antiguos y una grabación rasgada de Nina Simone, que Maya había dicho que le recordaba a su infancia. Dispuso un pequeño tocadiscos portátil junto a la mesa baja y una pila de discos. Sabía que ella notaría el detalle.

La iluminación fue lo más delicado. No quería la crudeza de las lámparas eléctricas, ni la penumbra total. Mandó instalar discretas luces regulables detrás de los cortinajes, y, sobre todo, preparó un centenar de velas de distintos tamaños, algunas en candelabros, otras flotando en cuencos de cristal con agua. Se tomó su tiempo disponiéndolas, buscando el efecto de una constelación en miniatura, cálida y misteriosa. Cuando finalmente encendió algunas para probar el efecto, se permitió sonreír, satisfecho.

Pero había una última cosa. Un símbolo. Algo que, incluso cuando el mundo de Maya se difuminara en la niebla de la eternidad, pudiera sostener entre los dedos y recordar el antes y el después.

Durante semanas, Viktor había trabajado con un joyero de confianza —un humano mayor, ciego ya casi por completo, pero cuyos dedos aún recordaban la memoria del oro y las gemas. Llevó un boceto: una sortija sencilla, pero llena de historia. El anillo era de oro blanco, sin adornos excesivos, salvo una línea finísima de pequeños diamantes negros engastados a un lado, apenas visibles salvo al trasluz, y una inscripción secreta en la parte interna: su nombre y el de Maya, entrelazados en latín, la lengua en que Viktor había aprendido a decir “eternidad”. Al terminar el trabajo, el joyero se lo entregó con manos temblorosas, y Viktor sintió que, por primera vez en siglos, su propio corazón —ese músculo inerte y traidor— daba un vuelco de emoción.

El día fijado se acercaba. Viktor se aseguró de que no hubiera ningún peligro: activó sistemas de seguridad, pidió a Jack que mantuviera vigilado el edificio, incluso puso un teléfono especial sobre la mesa, por si Maya cambiaba de opinión en el último instante. No le pidió a nadie que asistiera. Esto era sólo de ellos dos.

El día previo, Viktor casi no pudo dormir, aunque no necesitaba el sueño como los mortales. Repasaba cada detalle una y otra vez, repasando gestos, palabras. Dejó un vestido para Maya, escogido con mimo, sobre la cama: no era ostentoso, sólo una tela ligera y azul, que caía sobre el cuerpo como una promesa de consuelo. A su lado, una pequeña caja con el anillo y una nota, de su puño y letra:

“Quiero que recuerdes cada parte de ti, humana y eterna, y que nada de lo que eras se pierda en lo que serás.
Te amo, Maya. —Viktor”

Esa noche, Viktor se vistió también para la ocasión. No el traje negro de siempre, sino algo menos formal, más propio de un ritual íntimo: pantalón oscuro, camisa blanca de lino, los puños abiertos, el pelo cuidadosamente recogido. Encendió todas las velas, puso la música más suave, descorrió parcialmente las cortinas para que la ciudad, como un mar de luces, fuera el testigo silencioso de lo que iban a hacer.

Cuando oyó los pasos de Maya en el pasillo, Viktor sintió por primera vez en mucho tiempo que algo tenía sentido. No era el final de su historia. Era el inicio de la suya juntos, en otro tiempo, en otro cuerpo. Se volvió despacio, el anillo aún guardado en la mano, y sonrió como sólo puede hacerlo alguien que ha esperado siglos para vivir un momento exacto.




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