Cuando el sol se esconde

48 (Epílogo)

Maya no supo qué la despertó aquella tarde —si fue el sonido amortiguado de pasos, el perfume fresco y dulce que flotaba en el aire, o el leve resplandor dorado que se colaba a través de la puerta entornada de su habitación. Al principio creyó que se había dormido más de la cuenta, que se había perdido en el tiempo, como a veces le sucedía desde que vivía en la frontera entre dos mundos. Pero cuando abrió los ojos y vio el vestido azul extendido con mimo sobre la cama, entendió, como si todo el aire de la estancia se cargara de sentido, que esa noche sería distinta a cualquier otra.

Se sentó, algo aturdida, y dejó que sus pies tocaran el suelo frío. Tardó unos segundos en acostumbrarse al silencio, a la vibración casi reverente que sentía en la atmósfera. Tomó el vestido entre sus manos, y la tela, suave y ligera, se deslizaba como agua. A su lado, sobre la almohada, encontró una pequeña caja y una nota manuscrita. No se atrevió a abrir la caja enseguida; en cambio, desplegó la nota y, al ver la caligrafía de Viktor —elegante, firme, inconfundible— sintió que el corazón le daba un brinco.

“Quiero que recuerdes cada parte de ti, humana y eterna, y que nada de lo que eras se pierda en lo que serás.
Te amo, Maya. —Viktor”

Leyó la nota tres veces antes de atreverse a tocar la cajita. Al abrirla, vio el anillo: sencillo y elegante, de oro blanco, con una línea de pequeños diamantes negros que destellaban con un brillo casi secreto. Acarició la joya con la yema del dedo, leída por dentro la inscripción. No entendía del todo el latín, pero su propio nombre y el de Viktor entrelazados la emocionaron más allá de las palabras.

Le temblaban las manos. No por miedo —o al menos no del todo— sino por la gravedad de lo que se avecinaba. Sintió la realidad golpeándola: después de esta noche, su vida dejaría de ser la misma para siempre. De alguna manera, no había verdadera forma de prepararse para ese cambio, pero ver la dedicación de Viktor, sentir el cuidado en cada gesto, le daba fuerzas. Por primera vez, en muchos meses, sintió que el miedo era un acompañante amable y no un enemigo. Si estaba asustada, al menos no lo estaría sola.

Tardó un buen rato en vestirse. Eligió la lencería más bonita que tenía, peinó su pelo con esmero, y, por impulso, se puso un par de pendientes discretos que su madre le había regalado años atrás. Mientras se miraba al espejo, notó una chispa nueva en su mirada: no era resignación, sino una mezcla de nostalgia, vértigo y una emoción parecida a la expectación infantil.

Cuando estuvo lista, respiró hondo y salió al pasillo. Caminó despacio, descalza para no romper la solemnidad del silencio. Al acercarse al salón, el perfume de las flores la envolvió. Peonías, lirios, eucalipto. El corazón le latía con fuerza. Se detuvo en el umbral y se le escapó un suspiro ahogado. Todo parecía soñado: las luces tenues de las velas, la música suave flotando como una caricia, las cortinas azul profundo, el piano cubierto de luces, el mobiliario dispuesto en círculo como en un ritual antiguo.

Por un instante no pudo avanzar. Sintió la presencia de Viktor antes de verlo. Alzó la vista y ahí estaba, junto al ventanal, vestido de forma inusualmente sencilla pero elegante, como si también él se despojara de siglos de armadura solo por esa noche. Sostenía el anillo entre los dedos y, al verla, sus labios se curvaron en una sonrisa tranquila.

Maya se llevó una mano al pecho, luchando contra las lágrimas. El peso de todo lo que había perdido se mezclaba con la promesa de lo que estaba a punto de ganar. Nunca se había sentido tan vulnerable y tan querida a la vez. Dio un paso adelante, dudó, y luego cruzó el salón despacio, absorbiendo cada detalle —el reflejo de la ciudad más allá del cristal, el calor de las llamas, la silueta de Viktor recortada contra la luz suave.

—¿Te gusta? —preguntó Viktor, con una voz que era sólo para ella.

Maya asintió, incapaz de hablar por un momento. Caminó hacia él y le tomó las manos, frías como la porcelana, pero ahora el tacto era íntimo, familiar. Se apoyó en su pecho y permaneció así un instante, respirando con él, sintiendo el murmullo tranquilo y hondo de su eternidad.

—No sé cómo lo has hecho —susurró Maya, sonriendo entre lágrimas—, pero es perfecto. No sé si merezco algo tan bonito.

Viktor acarició su mejilla, recogiendo una lágrima antes de que cayera.

—Mereces esto y mucho más, Maya. Lo que vamos a hacer no es sólo un ritual. Es una promesa.

Maya se dejó llevar hacia el círculo de luz, se sentó con él en el sofá. Observó el anillo de cerca y, al deslizarlo en su dedo, sintió un escalofrío dulce. Era pesado y ligero a la vez; un ancla, pero también un permiso para volar.

Hablaron un rato en voz baja. Maya le preguntó por el significado de la inscripción, por la historia de la música, por la elección de las flores. Viktor le respondió en murmullos, cada frase una confesión, cada gesto una caricia. La tensión entre ambos era palpable, pero no era la urgencia de noches pasadas, sino algo más hondo: una comunión.

La ciudad, detrás del ventanal, palpitaba como un universo ajeno. Maya apoyó la cabeza en el hombro de Viktor, tomó su mano y la llevó a su pecho, justo sobre el corazón. Así se quedó un rato, dejando que la marea de emociones la meciera.

—Nunca pensé que llegaría a este momento —dijo, al fin—. No solo por miedo. Pensé que nunca encontraría a alguien que viera en mí más que una vida breve y complicada.

Viktor no contestó al instante. Besó la coronilla de Maya y dejó que el silencio hablara por él.

—No soy tan valiente como tú crees —añadió ella—. Pero quiero esto. Quiero lo que venga contigo.

Sentía vértigo, sí, pero también una certeza rara. Todo era distinto. Ahora entendía por qué Viktor se había tomado tantas molestias, por qué había preparado cada detalle. Era una despedida y una bienvenida a la vez. Un homenaje a su humanidad y un puente hacia algo nuevo.




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