Cuando el sol se esconde

49 (Epílogo)

La casa estaba en silencio, como si el mundo supiera que, esa noche, algo irrepetible iba a suceder entre sus paredes. Las luces quedaban tenues, la ciudad vibraba más allá del ventanal, y la música de fondo era apenas un susurro lejano, como la respiración pausada de un universo expectante.

Maya sintió que cada latido era un golpe en el pecho, un aviso de que el tiempo se agotaba para su antigua vida y que estaba a punto de abrir la puerta a otra existencia. Se había sentado junto a Viktor en el salón, rodeada de las flores que él había elegido, con el anillo frío y reluciente en su dedo. Ambos guardaron silencio largo rato, las manos entrelazadas, los corazones desbocados, el miedo y la esperanza entrelazados como hilos en un tapiz invisible.

Viktor la miró, con una ternura tan honda que Maya sintió que algo dentro de ella se quebraba y recomponía al mismo tiempo.

—¿Estás lista? —preguntó él, la voz apenas un suspiro, como si temiera perturbar la solemnidad del momento.

Maya asintió. Había esperado, temido y soñado con este instante, pero ahora que estaba aquí, el miedo se había transformado en un asombro luminoso. Todo lo vivido, lo perdido y lo soñado confluyó en esa noche. Era el final de una historia y el prólogo de otra.

Viktor se inclinó y besó suavemente la frente de Maya. Luego le tomó la cara entre las manos, sus pulgares acariciando sus mejillas.

—Te lo diré una vez más —susurró, con la mirada fija en sus ojos—: si tienes miedo, si quieres parar, solo dímelo.

Maya negó suavemente, posando la mano sobre la de Viktor.

—Quiero esto. Te quiero a ti —dijo, con la voz firme pese al temblor de sus labios.

Viktor asintió. Había en él un respeto antiguo, la gravedad de quien sabe que está a punto de traspasar el límite sagrado entre la vida y la muerte. Deslizó la mano por la nuca de Maya, la atrajo con delicadeza y la besó, primero suave, luego con una intensidad contenida. Maya le respondió, sintiendo cómo la ansiedad se disolvía en deseo y entrega. En el silencio sólo quedaban los latidos de ambos, acompasados.

Se apartó, con la respiración algo agitada, y Maya le miró, con una mezcla de confianza y vértigo. Viktor la guió suavemente para que se recostara en el sofá, la cabeza apoyada sobre las rodillas de él. La mano de Viktor acariciaba su pelo, los dedos deslizándose con calma, transmitiéndole una tranquilidad extraña, como si pudiera traspasarle siglos de paciencia y amor.

—Te haré daño solo un instante —advirtió, bajando la cabeza hasta el cuello de ella—, pero después, te prometo que será diferente a cualquier dolor.

Maya cerró los ojos. Sintió el roce frío de los labios de Viktor en su piel, el temblor de la anticipación, la punzada rápida de los colmillos abriéndose paso. El primer dolor fue intenso, un rayo blanco y feroz, pero duró solo un segundo. En seguida, el mundo empezó a disolverse en una oleada cálida, eléctrica, como un pulso que recorría todo su cuerpo. Podía sentir el latido de Viktor resonando en su interior, su propia sangre abandonando el cuerpo, y en ese vacío, un extraño placer, algo oscuro pero profundo, que la arrastraba hacia él.

Apretó la mano de Viktor con fuerza, buscando un ancla. Notó cómo la realidad se hacía líquida, cómo las luces, los sonidos, los aromas se volvían más intensos y, al mismo tiempo, distantes. Viktor sostenía su rostro, bebiendo con devoción, la intensidad del momento era casi insoportable. Maya sintió la vida escurrirse, pero, en ese proceso, la certidumbre de que lo hacía por amor, por una elección libre, la llenó de una paz inesperada.

No supo cuánto tiempo duró. El tiempo se volvió abstracto. Podía sentir cómo su corazón latía cada vez más lento, cómo sus pensamientos se hacían etéreos, y en ese instante, Viktor apartó los labios de su cuello. Sus ojos estaban oscurecidos, brillando de un modo antinatural, pero lo miró con una ternura abrumadora.

—Ahora —susurró, y se hizo un corte en la muñeca, profundo y preciso. La sangre brotó, oscura y espesa, y acercó la herida a los labios de Maya.

Maya dudó un instante, pero recordó las palabras de Viktor, la promesa en sus ojos, y dejó que la sangre tocara su boca. El sabor era indescriptible, metálico y dulce, familiar y extraño. Era la esencia de Viktor, siglos de recuerdos, emociones, fuerza. Al principio, la rechazó el cuerpo, instintivamente, pero pronto el instinto de supervivencia tomó el control y bebió. El primer trago fue como una llamarada, como si el universo entero se abriera en su interior, una expansión de los sentidos, una fusión total.

A medida que bebía, sentía cómo la vitalidad regresaba a su cuerpo, pero no era la misma vida. Era como si una nueva energía se encendiera en sus venas, más intensa, más salvaje. El mundo se llenó de luz y sonido, los colores ardían, cada olor era nítido y envolvente, el pulso de Viktor en ella era música y tormenta.

Viktor retiró la muñeca y la abrazó, sosteniéndola mientras el cambio se completaba. Maya tembló entre sus brazos, sintiendo cómo algo moría y nacía en ella a la vez. Su corazón dio un último latido, potente y definitivo, y luego el silencio. En ese instante, supo que nunca volvería a ser la misma.

Pasaron los minutos —o tal vez siglos— envueltos en la penumbra, abrazados. Viktor la acariciaba con mimo, murmurando palabras en lenguas antiguas, calmándola mientras el mundo se reconfiguraba a su alrededor. Maya notaba el aire, el latido distante de la ciudad, el perfume de las flores, todo amplificado y nuevo.

Abrió los ojos y se encontró con los de Viktor, llenos de orgullo y amor, y supo que, pasara lo que pasara, ya no estarían solos nunca más.

En el eco silencioso de la noche, Maya se sintió, por fin, en casa.




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