Las estaciones pasaron como capítulos en un libro que Maya y Viktor escribían a cuatro manos. La ciudad, testigo silenciosa de todos sus miedos y milagros, cambió sutilmente bajo la mirada de la nueva Maya. Sus noches ya no eran un territorio hostil, sino un hogar renovado. Descubrió el pulso de la urbe a horas en las que antes ni habría pensado estar despierta: el bullicio de los mercados nocturnos, la calma de los parques bajo la luna, las risas lejanas en terrazas iluminadas, el secreto ajetreo de los seres que, como ellos, preferían la penumbra a la luz.
Viktor, que había vagado por siglos solo, parecía renacer junto a ella. Cada noche encontraba una excusa para enseñarle algo nuevo: una azotea desde la que se veía el río como una vena plateada, una librería que abría solo tras la medianoche, un concierto improvisado en una iglesia en ruinas, un café diminuto donde Maya aprendía a reírse del capricho de su cuerpo —ya sin necesidad de comida ni bebida, pero fascinada por los ritos humanos—. A su lado, Viktor se fue haciendo menos solemne, menos espectral. Empezó a contarle historias de sus ciudades antiguas, de los inventos humanos que lo habían asombrado, de los cambios que había presenciado y de los amores que nunca lo habían marcado como ella.
Se adaptaron con naturalidad a la rutina de los suyos: dormir juntos durante el día, en la oscuridad silenciosa de una casa que era ya su refugio y su reino; despertar con la caída del sol, compartiendo primero una mirada y luego el hambre, ese secreto vínculo que era placer y peligro a la vez. Cazaban juntos, elegantes y discretos, perfeccionando un código ético del que Maya no quiso apartarse nunca. Sus noches se llenaron de desafíos y también de paz: ayudar a otros, proteger a los inocentes, descubrir los límites y las maravillas de lo que eran capaces de hacer juntos.
No todo fue fácil. Hubo dudas, ataques de melancolía, días en que Maya extrañaba la simplicidad de la vida mortal. Pero en los peores momentos, encontraba siempre a Viktor a su lado, sosteniéndola, recordándole que el amor es una patria mucho más firme que cualquier casa de ladrillo. Aprendieron a hablar de todo: del futuro, del pasado, de lo que dolía y de lo que los hacía sentir eternos.
Una noche, después de volver de un viaje breve al sur —en el que habían visitado ciudades blancas bajo la luna y playas desiertas—, Maya se tumbó con Viktor en el tejado del ático. Las estrellas bailaban sobre ellos como promesas. Viktor la rodeó con un brazo y ella apoyó la cabeza en su pecho, escuchando el leve eco de un corazón que latía solo por ella.
—¿Crees que algún día esto dejará de parecer un sueño? —susurró Maya, los ojos cerrados, sintiendo la caricia fresca del viento.
Viktor besó su frente.
—Nunca. Pero eso es lo maravilloso, Maya. Después de tantos años… me has devuelto la capacidad de soñar.
Ella sonrió, los labios rozando la piel de Viktor. Ya no había miedo, ni duda, ni soledad.
—¿Qué quieres que hagamos mañana? —preguntó él, como quien ofrece el mundo.
Maya alzó la mirada. Por un instante, el reflejo de las estrellas titiló en sus ojos, que ya no eran humanos, pero sí infinitamente vivos.
—No importa, —dijo—. Mientras sea contigo, todos los mañanas valen la pena.
Así, en ese rincón secreto de la ciudad que nunca duerme, Maya y Viktor se convirtieron en leyenda y en rutina, en aventura y en casa. Vivieron cada noche como si fuera la primera y la última. Porque, al final, la eternidad no era más que esto: dos almas encontrándose una y otra vez, bajo el mismo cielo, en un mundo sin final y sin miedo.
Y allí, entre el murmullo lejano de la ciudad, las manos enlazadas y los sueños abiertos de par en par, Maya supo que estaba exactamente donde debía estar. Para siempre.