El jardín era hermoso y sobreabundaban las flores. Había lirios, alcatraces y sobre todo rosas, muchas rosas. Había de todos los colores: blancas, rojas, amarillas y hasta azules.
Ella se impresionó porque los rosales eran muy altos y crecían en todas direcciones sin restricciones. Pero lo que más la asombró fue ver que el muchacho se paseaba entre las rosas. Luego tomó una entre sus manos, con mucho cuidado y la olió con toda la pasión del mundo. Después de esto, hizo lo mismo con otra. Parecía estar obsesionado con las rosas.
“Vaya”, pensó Mía. “Que manía por oler las rosas. Es como si quisiera devorarlas con la nariz”.
También notó que el muchacho era alto. Entonces recordó inevitablemente al Christopher que tanto había amado. También era alto y había cierto parecido en el perfil del chico de sus recuerdos y el que ahora veía a la distancia.
Ella no sabía si era prudente acercarse para ver más de cerca al muchacho que sería su paciente, si es que le daban el trabajo, claro. No sabía si esperar a la señora Nadia o ir a conocer al muchacho de una vez y cerciorarse de que no fuera quien ella pensaba. Sería esa una muy mala jugada del destino.
Pero después de pensarlo dos veces, tomó la decisión.
Se bajó del columpio de madera y caminó despacio hacia el muchacho. Él estaba de espaldas y en ese momento olía una rosa roja. Parecía embriagarse con el aroma. Entonces, cuando Mía estuvo cerca, tosió fingidamente para que él notara su presencia. Lentamente, el joven se dio media vuelta y quedó frente a ella. La miró tiernamente.
Ella se quedó asombrada por el ejemplar masculino que tenía en frente y él le dedicó una sonrisa de franca coquetería. Sus ojos claros y sus cejas pobladas lo hacían ver bastante varonil y atractivo. Era alto y fornido. La respiración de Mía se agitó un poco. Su corazón dio un sobresalto al verlo y sus ojos se abrieron un poco más de lo habitual. Era apuesto, en una palabra.
Pero eso no fue lo que provocó el sobresalto de Mía, sino que aquel muchacho era idéntico al Christopher de su juventud. Es más, Mía estuvo convencida de que era el mismo. Pero las facciones de este, que tenía frente a ella, eran mucho más maduras.
―Hola ―saludó el muchacho con una sonrisa franca en sus labios, sin expresar ninguna sorpresa al verla, solo curiosidad―. Me descubriste ―dijo en modo juguetón, pero Mía no entendió a qué se refería. Ella seguía anonadada.
―Ho… hola ―dijo ella mostrando una sonrisa trémula.
Por un momento le pareció una barbaridad haber aseverado en su mente que aquel muchacho y el patán que había conocido años atrás, eran el mismo. El otro, el de su juventud, la habría reconocido de inmediato, aunque hacía más de tres años que no sabía nada de él.
―¿Qué descubrí? ―dijo ella retomando el comentario del muchacho.
―No es nada, no me hagas caso ―contestó él, riéndose como un niño que guarda un secreto y se siente satisfecho al no ser descubierto.
―Está bien ―replicó ella con timidez.
Estaba a solas con un desconocido y al parecer con uno no muy completo de la cabeza.
―Tú debes ser la número veinte, ¿verdad? ―dijo el chico.
―¿La número veinte? ―preguntó Mía.
―Sí, la señora que dice ser mi madre ha enviado a diecinueve muchachas esta semana. Yo sé contar bien. Tú eres la número veinte. Hoy han venido ―y se puso a contar con los dedos como lo hace un niño―… tres y contigo son cuatro… pero eso mismo ha ocurrido toda la semana ―comentó como si platicara con alguien de toda su confianza y no dejaba de verla.
Mía comenzó a comprender que aquel muchacho no estaba bien de la cabeza, pero debía admitir que era muy guapo y parecía simpático. Esto no era del todo positivo porque había algo en aquel chico que la inquietaba.
Ella pensaba que se trataba de la semejanza o más bien, el parecido idéntico que este muchacho tenía con el Christopher que ella había conocido antes y entre más cuidado le ponía al chico que tenía en frente, más se convencía de que podrían ser gemelos. No quiso seguir con la duda.
―¿Tú eres Christopher, verdad? ―más que pregunta parecía una aseveración.
―Así es, para servirte. Mi nombre completo es Christopher Bale Danevi y estoy encantado de conocerte… ¿cómo te llamas? ―pero no le dio tiempo de responder―. Espera, debes llamarte ―y una sonrisa se dibujó en su rostro. Ella notó que se veía muy guapo―. Mía, ¿verdad?
El muchacho la miraba con ojos soñadores, como cuando le echas una adivinanza a un niño y él la responde, ilusionado por haber acertado. Mía notó que había mucha luz y encanto en aquellos ojos.
―¿Cómo lo sabes? ―preguntó intrigada.
―Solo lo sé, pero no sé cómo es que lo sé ―respondió él y adquirió un semblante pensativo.
Esto intrigó más a la muchacha. Sin embargo no intuyó en la mirada de aquel chico ningún gesto de reconocimiento. Mientras que ella podía jurar que aquel Chris era el mismo que había conocido antes, el muchacho parecía tan tranquilo y actuaba tan natural, como si fuera la primera y auténtica vez que la miraba. Algo estaba ocurriendo y Mía preguntó:
―Entonces debo convivir contigo una hora y luego de eso tú le dirás a tu mamá si me eliges a mí o alguna otra chica para obtener el empleo, ¿verdad?