Cuando la luna sangra

Capítulo 1

El orfanato Harbor Light, una mole de piedra erosionada por el tiempo, respiraba un aire perpetuo de salitre y la dulzura agria de la madera carcomida se colaba por los resquicios de las ventanas como un aliento fantasmal que Scarlett conocía de memoria, tan íntimo como el latido de su propio corazón. Acunada en su cama de hierro forjado, pegada al cristal que ofrecía una vista velada del mar embravecido, apretaba los párpados con una fuerza desesperada. Quería expulsar de su mente el sueño recurrente que la asaltaba noche tras noche.

Era siempre el mismo escenario: un bosque retorcido y sombrío, donde los troncos de los árboles parecían contorsionarse en una agonía silenciosa, sus ramas desnudas arañando el cielo gris. De entre la maraña de sombras y el susurro de hojas secas, emergía una voz, etérea y cercana a la vez, una voz de mujer que se deslizaba como seda en el silencio: "Busca el libro." Y luego, la sensación opresiva, casi tangible, de una mirada clavada en ella desde la oscuridad más profunda, una presencia invisible que erizaba los vellos de su nuca y helaba la sangre en sus venas. Aquella opresión se adhería a ella incluso al despertar, una telaraña pegajosa de temor que el sol de la mañana tardaba en disipar.

—¡Scarlett! —la voz de la señora Driscoll, la cuidadora, retumbó en el pasillo como un trueno distante—. ¡A desayunar! O te quedarás sin pan otra vez.

Ella se incorporó, frotándose el símbolo grabado en su muñeca izquierda: una media luna que había aparecido la noche de su decimoséptimo cumpleaños, como una marca de nacimiento tardía y misteriosa. Nyx, el gato negro que siempre merodeaba por su habitación, la miró con ojos dorados, un par de astros fundidos en la oscuridad de su pelaje, como si supiera algo que ella no.

—No me mires así —murmuró Scarlett, estirándose para acariciarlo—. Solo son pesadillas.

Nyx bufó, un sonido que era más un juicio que una negación, pero no se movió. Era el único ser en Harbor Light que parecía tolerar su presencia. Los otros niños del orfanato la llamaban "la rara"; decían que las luces parpadeaban a su paso, que los espejos reflejaban sombras que no estaban allí, o que el aire a su alrededor se volvía extrañamente denso. Una vez, el agua de su vaso se había congelado en pleno verano. Cosas pequeñas, inexplicables, que la habían aislado en su propia burbuja de extrañeza.

Fue al desayunar, entre miradas de reojo y el murmullo constante de las voces ajenas, cuando notó el primer signo innegable. El pan que sostenía, un trozo rancio y apelmazado, se cubrió de escarcha en sus manos, como si el invierno hubiera decidido anidar en su palma.

—¿Qué diablos…? —tartamudeó, escondiendo la mano bajo la mesa, mientras sintió el frío quemándole los dedos.

Nyx saltó a su regazo. Después, una voz ronca, como el crujido de la madera vieja, resonó en su mente, y también en el aire, perfectamente audible:

—Ya es hora, pequeña bruja. El grimorio te espera en el desván.

El corazón de Scarlett golpeó su pecho como un pájaro enjaulado, desesperado por escapar. Bajó la mirada hacia Nyx, esperando que su mente le jugara una broma cruel, una alucinación producto del sueño. Pero los labios del gato negro se movieron de nuevo, pronunciando palabras perfectamente claras, emitiendo un sonido rasposo y antiguo.

—No te quedes ahí boquiabierta. El desván. Ahora.

Scarlett tragó saliva. El mundo a su alrededor pareció detenerse: los niños riendo en la mesa, el tenedor que cayó al suelo con un tintineo, el viento golpeando las ventanas. Todo sonaba lejano, como si una niebla espesa se hubiera cerrado sobre sus sentidos, dejándola a solas con la voz del gato.

—¿Qué... qué eres? —susurró, intentando anclarse de una realidad que se desmoronaba.

Nyx ladeó la cabeza, y por primera vez, Scarlett notó algo demasiado humano en su expresión, una chispa de inteligencia ancestral en sus ojos dorados.

—Tu familiar, tontita. Aunque deberías preguntarte qué eres tú.

Un escalofrío le recorrió la espalda, más frío que la escarcha de sus manos. Antes de que pudiera responder, Nyx saltó al suelo y se dirigió hacia la puerta trasera con la cola erguida. Scarlett lo siguió sin pensar, esquivando a la señora Driscoll, que gritaba algo sobre "niñas desagradecidas" y "desayunos sin terminar".

El pasillo que llevaba al desván olía a humedad y a tiempo detenido, una mezcla de polvo y recuerdos olvidados. La escalera crujió bajo sus pies como un animal herido, cada peldaño una queja antigua. Con cada paso, el símbolo de su muñeca ardía, un latido sordo que parecía susurrar: "más cerca, más cerca".

—Aquí —Nyx se detuvo frente a una trampilla en el techo, un cuadrado oscuro en la madera—. Empuja.

Scarlett estiró los brazos, los músculos tensos por la anticipación y el miedo. La madera cedió con un gemido prolongado, revelando una oscuridad espesa, tan densa que parecía absorber la poca luz del pasillo. El aire que bajó era frío y olía a hierbas secas, a tinta vieja y a algo más, algo eléctrico y olvidado.

—No tengas miedo —murmuró Nyx, aunque su voz sonó menos segura, casi con un matiz de precaución—. Bueno, ten un poco.

Una luz tenue se encendió en el interior, como si alguien hubiera prendido una vela invisible en el corazón de la oscuridad. Y entonces lo vio: un libro enorme, cubierto de piel gastada, con un candado en forma de luna creciente. El mismo símbolo que llevaba grabado en la piel.




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