Cuando La Magia PronunciÓ Tu Nombre

CAPÍTULO 1 — El Día en que la Magia Me Miró a los Ojos

La primera vez que sentí que algo en el mundo respiraba conmigo fue una madrugada de otoño, justo cuando el cielo todavía se debatía entre quedarse oscuro o dejar que la luz lo invadiera por completo. Siempre pensé que la ciudad tenía su propio pulso, un ritmo secreto entre semáforos, murmullos y motores; pero aquel día descubrí que había un latido más profundo, casi humano, que se escondía bajo sus calles, como si algo desconocido se despertara a la par de mi corazón.

Mi nombre es Luna Ferrer, y aunque jamás lo supe entonces, ese amanecer cambiaría mi destino.

No solo porque la magia abrió los ojos sobre mí, sino porque ese mismo latido silencioso me estaba llevando—sin que yo lo supiera—hacia él.

Pero todavía faltaba para que apareciera.

Primero tenía que aprender a escuchar.

El viento corría por la avenida como si estuviera apurado, llevando consigo hojas doradas que giraban alrededor de mis botas mientras caminaba hacia la estación. A esa hora, la ciudad parecía sostener la respiración. Siempre me gustó salir temprano; había algo en el silencio que me permitía pensar sin interrupciones. O quizás era porque sentía que cuando nadie observaba, el mundo mostraba su verdadera cara.

Crucé la esquina y, de pronto, algo se estremeció bajo mis pies.

Fue apenas un segundo, un latido que no provenía de mí, sino del suelo, como si la tierra hubiera palpitado. Me detuve en seco, confundida. Miré alrededor. No había nadie. Ni autos, ni bicicletas, ni pasos que pudieran explicar aquella vibración.

—No… —murmuré, pasándome la mano por la frente—. Dormiste poco, Luna.

Atribuí la sensación al cansancio. Los exámenes en la universidad me estaban consumiendo, y el trabajo en la cafetería tampoco ayudaba. Seguí caminando. Pero al dar el tercer paso, lo volví a sentir.

Un latido.

Uno que no era mío.

Me mordí el labio, inquieta, y el aire se volvió más frío, como si el mundo me hiciera saber que sí, que no había sido mi imaginación.

—¿Hola? —pregunté al vacío, sabiendo lo ridículo que sonaba.

Nada respondió, pero las farolas de la vereda cercana titilaron todas a la vez. Una, dos, tres veces. Como un código.

Mis dedos temblaron.

Algo estaba tratando de hablar.

No era la primera vez que me sentía… diferente. Desde chica tenía sueños que parecían más bien recuerdos de algo que no viví. Sentía presencias, intuiciones agudas, pequeñas luces que veía rebotar en los rincones cuando nadie más las percibía. Mi abuela decía que los “sensibles” cargábamos un don que casi siempre era una carga.

Yo jamás quise creerle.

Pero ese amanecer, mientras el cielo apenas se teñía de azul, su voz regresó, dulce y tajante a la vez:

“Si algún día lo escuchas realmente, hija, no te asustes. La magia nunca toca a quien no pueda responderle.”

Respiré hondo. Tal vez lo que estaba pasando no era grave. Tal vez solo era una vibración eléctrica, una falla. Algo lógico.

Excepto que la lógica no explicaba la siguiente parte.

Porque cuando crucé la entrada a la estación del tren, todas las pantallas, absolutamente todas, cambiaron su información. No mostraban horarios. No mostraban destinos.

Mostraban un nombre.

El mío.

LUNA.

Mi pecho se apretó. Di un paso atrás, helada. La pantalla parpadeó, como si se corrigiera, como si una conciencia dentro de ella se diera cuenta de que era demasiado obvio. Luego volvió a la programación habitual.

Y entonces, el latido regresó. Más fuerte. Más cercano.

—¿Qué demonios…? —susurré.

Un silbido agudo atravesó el aire. No era el sonido de un tren. Era como el choque entre dos cristales invisibles. Y algo, no supe qué, rozó mi mejilla, cálido y diminuto como una chispa.

El mundo se encendió.

Luces. Chispas doradas. Un murmullo que no salía de personas sino del aire mismo.

Me llevé la mano al pecho.

El latido dejó de estar bajo mis pies.

Ahora estaba dentro de mí.

Corrí. Me lancé escaleras arriba, escapando del sonido, de las chispas, del calor extraño que me subía por los brazos. No sabía a dónde iba ni por qué. Solo quería alejarme de aquello que me estaba envolviendo como si el aire se hubiera vuelto líquido.

Emergí a la calle otra vez y el cielo ya tenía un tono naranja suave. Las nubes parecían encenderse desde adentro. Me detuve, jadeando.

Y allí, en medio de la vereda, vi algo que me dejó sin respiración.

Una figura.

Sola.

Quietísima.

Recortada contra el amanecer.

No podía distinguir su rostro, pero sí su postura: recta, atenta, como quien escucha algo que los demás no pueden oír. Tenía el cabello oscuro, casi negro, revuelto por el viento. Y aunque no me veía directamente, sentí que sabía que yo estaba allí. Que me había estado esperando.

Mi piel se erizó.

Di un paso atrás.

Pero la figura dio un paso hacia adelante.

Todo en mi interior gritó que corriera.

Todo, excepto el latido que me seguía reclamando como si fuéramos parte del mismo cuerpo.

—No tengas miedo —dijo una voz profunda.

Se me congeló el alma.

La voz no vino de él.

Vino de dentro de mí.

Un susurro que no era mío. Un mensaje que no me pertenecía.

—Basta, basta… —murmuré, llevando las manos a mis sienes.

La figura levantó la cabeza. Sus ojos, aunque aún lejos, parecieron encontrarse con los míos. Y entonces, el viento que agitaba la ciudad se detuvo de golpe, como si alguien hubiera presionado pausa en el mundo.

Silencio.

Ni un solo auto. Ni un solo pájaro. Ni siquiera mi corazón sonaba igual.

La figura habló por primera vez.

—¿También lo escuchaste… verdad?

Mi garganta se cerró. Quise preguntar quién era, qué era ese latido, qué estaba pasando. Pero mi voz no salió.

El desconocido dio un paso más. El amanecer lo iluminó por completo.

Y vi sus ojos.

Jamás había visto un color así. No era marrón. Tampoco verde. Era un tono ámbar luminoso, como si un pedazo de fuego se hubiera incrustado en su mirada.



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En el texto hay: mundo fantastico, romance magico

Editado: 16.11.2025

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