La voz que pronunció aquel nombre —Ariadna— siguió flotando en mi mente mucho después de que Elian me obligara a alejarme del pasaje. Caminábamos rápido, casi corriendo, pero la ciudad parecía deformarse alrededor de nosotros, como si las sombras quisieran estirarse para seguir escuchando.
—¿Quién es Ariadna? —pregunté por tercera vez.
Elian no respondió. No porque no quisiera, sino porque no podía. Su respiración estaba tensa, casi quebrada, como si cada inhalación fuera un recordatorio de algo que lo perseguía desde hacía mucho más que esta noche.
—Tenés que decirme la verdad —insistí.
Él se detuvo de golpe. Me sujetó por los hombros. Sus manos temblaban.
—No ahora —dijo, con una voz que intentaba ser firme pero no lo lograba—. Todavía no estás preparada para esa respuesta.
—¿Preparada para qué? ¿Para un nombre? ¿Para que una desconocida me llame en la oscuridad? ¿Para que la magia me siga como si hubiera despertado algo que no entiendo?
—Para saber qué te reclama —susurró.
Su mirada ardía con algo que no supe descifrar. Culpa. Dolor. Miedo.
Y sin embargo, en medio de todo eso, había una ternura que me desarmaba.
—Elian, decime —pedí casi en un suspiro—. ¿Quién es ella?
Él se inclinó apenas hacia mí, como si fuera a confesar algo… pero en ese instante, un estallido metálico resonó en la calle. Ambos giramos. Una tapa de alcantarilla vibró como si algo debajo golpeara contra ella.
Elian tensó los músculos.
—No nos está siguiendo —dijo más para sí que para mí.
—¿Quién? —pregunté otra vez.
Él me tomó de la mano.
—Vení. No te sueltes. Prometo explicarte lo que pueda… pero necesito sacarte de acá.
El cielo estaba nublado, sin estrellas. Cada vez que una ráfaga de viento pasaba, podía escuchar un susurro lejano, como si la noche llevara voces ocultas entre los árboles y los techos de los edificios.
Caminamos hasta un edificio viejo, con paredes gastadas cubiertas por murales que parecían historias incompletas. Elian abrió la puerta sin llave, como si el lugar supiera quién era él y le diera permiso.
El interior estaba iluminado solo por una lámpara cálida que colgaba de un cable en el techo. Un loft sencillo, con un colchón contra la pared, una mesa de madera marcada por quemaduras circulares y una ventana enorme que daba a la ciudad.
—¿Vivís acá? —pregunté.
Elian se encogió de hombros.
—Es… temporal.
El silencio se alargó.
Yo lo observé.
Él evitó mi mirada.
—Elian —dije finalmente—. Necesito entender qué está pasando conmigo. Qué activé. Qué desperté. Y quién es Ariadna.
Él cerró los ojos un instante.
Cuando los abrió, parecían menos duros. Más humanos.
—Lo que viste hoy, lo que escuchaste… no debería pasar así. La magia no llama sin permiso. No pronuncia nombres al azar. Y mucho menos de personas con un vínculo.
—¿Un vínculo conmigo? —pregunté, incrédula.
—Conmigo —corrigió en voz baja.
El silencio que siguió fue tan profundo que pude escuchar los latidos en mis propias sienes.
—Ariadna era… —desvió la mirada—. Es una historia larga.
—Tengo tiempo —respondí.
Él sonrió de un modo triste.
—No, Luna. No tenés.
Caminó hacia la ventana y apoyó la frente contra el vidrio. La ciudad, allá abajo, parecía viva. No como un paisaje. Sino como un organismo respirando.
—La magia no es un poder —dijo, con la voz casi rota—. Es un pulso. Un ritmo. Un latido que algunos pueden oír… y otros pueden manipular.
Yo lo escuché en silencio.
Parte de mí ya había entendido algo que él aún no había dicho.
—¿Vos podés manipularla? —pregunté.
Él se dio vuelta. Por primera vez, no intentó esconderlo.
—Sí.
La palabra cayó entre nosotros como un peso enorme.
—Y lo que vos escuchaste —continuó— es el eco de algo que se perdió. Algo que no tendría que buscarte a vos, pero lo está haciendo porque… —su voz tembló— porque escuchó que la magia te habló primero.
Una revelación helada se deslizó por mi espalda.
—Elian —susurré—. ¿Qué soy?
Él negó con la cabeza.
—Todavía no lo sé. Pero está dentro de vos, latiendo. Yo lo siento. Lo sentí desde que te vi sobre ese puente. Y alguien más también lo sintió. Por eso pronunció ese nombre.
Me acerqué un paso.
Él retrocedió uno, como si temiera quemarse.
—Decime qué significa Ariadna —dije.
Su mandíbula se tensó.
—Ariadna fue la primera persona que escuchó la magia en esta ciudad —respondió al fin—. Mucho antes que yo. Mucho antes que cualquiera.
—¿Fue? ¿Murió?
Él me miró con una mezcla de rabia y dolor.
—No. Eso sería más fácil. Ariadna… desapareció. Y desde que se fue, la magia se volvió impredecible. Como un corazón enfermo.
Sentí un cosquilleo en el pecho.
Un pequeño latido extraño.
Propio… pero no del todo.
—¿Ella fue tu…? —no quise terminar la frase.
—No —respondió rápidamente.
Pero su mirada titubeó.
—No exactamente.
Ese “no exactamente” me atravesó como una aguja.
—Ariadna era la única que podía equilibrar lo que somos —agregó.
—¿Lo que son? —pregunté.
Él no respondió, y en ese silencio lo entendí todo:
No éramos iguales.
Él no era humano en el sentido estricto.
O no del todo.
Y yo…
Algo en mí empezaba a vibrar como si una puerta interna se hubiese entreabierto.
Sudor frío me recorrió la nuca.
La habitación comenzó a oscilar ligeramente.
Elian dio un paso hacia mí.
—Luna, ¿qué sentís?
—Un… —mi mano fue hacia mi pecho—. Un latido raro. Como si no fuera mío.
Él maldijo por lo bajo.
—Demasiado pronto —susurró—. No tendría que estar pasando ahora.
—¿Qué es? —pregunté, apenas sosteniéndome en pie.
Elian me sostuvo por la cintura antes de que cayera.
Su tacto fue un fuego.
No doloroso.