El destello todavía seguía vibrando en el aire cuando Erian abrió los ojos.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que la luz y la sombra se mezclaron en ese círculo antiguo, espontáneo, inevitable.
El mundo parecía igual… pero no lo era.
Serelis respiraba distinto.
Las calles estaban quietas, como si la ciudad hubiese puesto el oído en él.
Las farolas de luz azulada parpadeaban con un ritmo que casi coincidía con el de su corazón.
Y Lyrae…
Lyrae estaba arrodillada frente a él, una mano sobre el pecho, como si todavía intentara sacarse de encima el eco de lo que habían visto juntos.
Sus miradas se cruzaron.
Por un segundo, ninguno de los dos habló.
Las palabras no alcanzaban.
Las explicaciones se quedaban cortas.
Las emociones estaban demasiado vivas, demasiado afiladas, demasiado recién nacidas para encerrarlas en frases apresuradas.
Erian respiró hondo.
Lyrae también.
Y la ciudad pareció hacer lo mismo.
Era la primera vez que Erian sentía la conexión tan clara, tan firme, tan irrefutable: Serelis los estaba mirando a ambos, y no desde afuera, sino desde adentro. Como si la ciudad misma quisiera saber qué iba a pasar ahora entre ellos dos, esos dos que habían roto un límite milenario sin pretenderlo.
Kaelis fue el primero en romper el silencio.
—Lo que vi no es posible —dijo, pasándose una mano por el rostro—. No con magia común. No con magia prohibida. No con magia perdida. Esto… esto fue algo mayor.
Lyrae se puso de pie, con un movimiento suave, lento, casi vulnerable.
Una luz azul tenue le recorría los dedos.
No era magia activa.
Era la secuela de un vínculo recién expuesto.
—Erian —susurró ella sin apartarle los ojos—. ¿Vos también lo viste… verdad?
Él no podía mentirle.
Aunque quisiera.
Aunque le doliera.
Aunque lo expusiera.
—Sí —respondió con voz ronca—. Vi lo mismo que vos. Sentí lo mismo que vos. Como si… como si alguien estuviera esperando que esto pasara.
Lyrae tragó saliva.
—Era un recuerdo. O un futuro. O… algo entre ambos.
—Y dijo que no estábamos listos —murmuró Erian—. Que no podíamos alejarnos.
Kaelis soltó un suspiro frustrado.
—La ciudad está cambiando —dijo—. Sus patrones no responden. Fue suficiente una chispa entre ustedes dos para sacudirla hasta los cimientos. Y eso, Erian, Lyrae… eso nunca pasó. Nunca.
Erian sintió un peso en el pecho.
Un peso que no era culpa.
Ni miedo.
Era… destino.
Y nombre.
Y sombra.
Y una atracción que ardía sin permiso.
Lyrae dio un paso hacia él.
—Yo no quiero alejarme —admitió, tan directa como siempre, tan valiente como no se atrevía a ser nadie más—. No puedo. No sé si es magia, o destino, o simplemente nosotros dos… pero no quiero soltar esto.
Erian la miró, y su sombra se movió sin que él la ordenara. Se inclinó hacia la luz de Lyrae como una mano buscando otra.
Su voz salió casi en un murmullo.
—Yo tampoco.
Una verdad simple.
Una verdad que temblaba.
Una verdad que lo dejaba expuesto.
Una verdad que sellaba algo sin que todavía supieran el precio.
Lyrae estiró el brazo y sus dedos rozaron la mano de él.
Apenas un roce.
Un contacto mínimo.
Pero era suficiente para despertar otra chispa azul entre ellos.
Un destello suave, cálido…
un destello que no explotaba ni hería:
prometía.
—Erian… —dijo ella, con esa voz que parecía conocer la parte más vulnerable de él—. Lo que pasó no va a detenerse. Tenemos que entenderlo. Tenemos que enfrentarlo juntos.
La sombra de Erian se alzó levemente detrás de él, como una criatura que finalmente encontraba el camino hacia una casa perdida.
—Juntos —repitió él, y la palabra salió más firme de lo que esperaba.
Lyrae lo miró como si ese “juntos” fuese algo que estaba esperando escuchar desde hacía vidas enteras.
Kaelis chasqueó la lengua, medio preocupado, medio maravillado.
—Juntos, entonces —dijo—. Pero antes, hay algo que tienen que ver. Algo que explica por qué la ciudad reaccionó así. Algo que los conecta más de lo que piensan.
Erian frunció el ceño.
Lyrae tensó el cuerpo.
—¿Qué cosa? —preguntaron al unísono.
Kaelis levantó la mano.
El aire se abrió como un espejo líquido.
Del otro lado, una sala antigua, luminosa, azulada, con paredes cubiertas de marcas y símbolos que parecían respirar.
—La Primera Cámara —anunció Kaelis—. Donde se guardan los pactos originales. Donde nacen los votos… y donde se sellan los destinos.
Lyrae tomó aire.
Erian sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
El círculo bajo sus pies volvió a brillar, apenas, como recordándoles que lo que fuera que habían activado seguía vivo.
—Ahí es donde empieza todo —dijo Kaelis—. Lo quieran o no.
Lyrae apretó suavemente la mano de Erian.
Él no la soltó.
Y juntos, los dos cruzaron el espejo azul.
Hacia la cámara donde los destinos se escribían antes de que existieran las palabras.
El aire al otro lado del espejo era distinto.
Más denso.
Más antiguo.
Más vivo.
Erian lo sintió apenas cruzó: la energía de esa sala se arremolinaba alrededor de él como si pudiera olerlo, reconocerlo, catalogarlo.
Lyrae se estremeció también, y por instinto ambos entrelazaron los dedos.
La Primera Cámara no necesitaba permisos, ni saludos, ni rituales.
Ella sabía quién entraba.
Ella sabía qué traían adentro.
Y sobre todo, sabía lo que habían despertado.
—Bienvenidos —murmuró Kaelis, aunque era evidente que la sala no requería su voz.
Lyrae miró a su alrededor con la fascinación de una niña y la solemnidad de una sacerdotisa.
La cámara era inmensa, pero no vacía.
No exactamente.
Millones de pequeñas partículas de luz azul flotaban en el aire, como polvo estelar suspendido.