La noche aún no había terminado de asentarse cuando Aiden y Liora regresaron al Santuario de los Ecos. El aire estaba cargado de una electricidad suave, como si el mundo entero contuviera la respiración al verlos llegar. Habían cruzado un umbral que no tenía marcha atrás, un límite entre lo que creían conocer y lo que el destino estaba empeñado en revelarles.
La herida abierta en la tierra —esa fisura luminosa que habían sellado juntos con un poder que ninguno sabía que poseía— seguía palpitando a la distancia. Parecía una estrella agonizante apoyada sobre la superficie del mundo. Cada latido emitía un susurro mágico que Aiden podía sentir vibrar en su esternón.
Pero Liora… ella lo percibía distinto.
Como una llamada.
O quizá como un recuerdo.
Cuando cruzaron la puerta del Santuario, la luz de las velas se inclinó hacia ellos, como si reconociera el rastro de la magia que aún llevaban adherida a la piel. Aiden caminó unos pasos detrás de ella, con los ojos fijos en la línea de su espalda. Desde que habían sellado la grieta, la había sentido diferente: más silenciosa, más temblorosa, pero también más conectada a algo que él todavía no lograba comprender.
Lo que sí entendía era ese brillo en sus pupilas, un destello azul que antes no estaba allí.
—Liora… —murmuró.
Ella se detuvo, pero no lo miró. Sus dedos rozaban una de las antiguas columnas de ónix del Santuario, como si estuviera tratando de recordar algo que había olvidado hacía mucho tiempo.
—Lo escuché —susurró—. Antes de que la grieta se cerrara, escuché una voz.
Aiden sintió que su pecho se tensaba.
—¿Una voz?
Liora asintió. Ahora sí lo miró, y sus ojos tenían una profundidad que lo inquietó.
—Dijo mi nombre, Aiden. Mi nombre verdadero.
El silencio cayó entre ellos como un velo. Aiden sabía que ese tema era una frontera sagrada. En el mundo mágico, el nombre verdadero era la raíz de toda esencia. Era poder, vulnerabilidad y destino entrelazados en una sola palabra. Nadie nacía con uno; era revelado. Y muy pocos lo escuchaban alguna vez.
—¿Lo recuerdas? —preguntó él, con una reverencia involuntaria.
—No… —murmuró ella, llevándose las manos al pecho como si buscara algo bajo la piel—. Solo escuché el eco. Como si la voz hubiera intentado atravesar una barrera. Como si hubiese querido llegar hasta mí… pero algo la frenó.
Aiden se acercó a ella, lento, muy lento, como si temiera asustarla. Levantó una mano para tocar su mejilla, pero se detuvo a medio camino. Ella lo miró, los labios entreabiertos, sin apartarse.
—Liora… —su voz fue apenas un hilo, quebrado por una preocupación que él no sabía cómo esconder—. ¿Sientes dolor?
—No —susurró ella—. Siento… algo despertando.
Antes de que pudiera explicar más, la puerta tras ellos se abrió de golpe. Soren entró con pasos urgentes, el rostro marcado por un miedo poco habitual en él.
—Tienen que venir —dijo—. Ahora.
El mago extendió una palma y una imagen se formó en el aire: el lago de Lumeria, la superficie temblando como si algo bajo el agua estuviera tratando de emerger.
Aiden frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—No lo sé —respondió Soren—. Pero empezó después de que ustedes sellaron la grieta. Y no es una reacción natural. Parece… una resonancia.
Liora dio un paso hacia la imagen, la respiración se le entrecortó y un escalofrío recorrió su columna. Aiden lo vio. Lo sintió.
Ella estaba conectada con lo que fuera que estuviera ocurriendo allí.
—Tengo que ir —susurró Liora sin apartar la mirada del lago.
—No —respondió Aiden de inmediato—. No sin saber qué es. Podría ser—
—Podría ser una señal —interrumpió ella, firme, con una intensidad que él no había escuchado en su voz nunca antes—. O podría ser la misma voz que intentó alcanzarme. No voy a quedarme esperando mientras algo intenta comunicarse conmigo.
Soren miró a ambos y luego dejó escapar un suspiro resignado.
—Entonces voy con ustedes. No voy a dejarlos solos frente a algo que no comprendemos.
Aiden abrió la boca para replicar, pero la cerró. No quería discutir. No ahora. No cuando sentía que Liora estaba caminando hacia una verdad demasiado grande y demasiado peligrosa para enfrentar sin él.
El camino hacia el lago estaba cubierto por un vaho espeso que no debería haber aparecido en esa época del año. La luna se reflejaba en la superficie temblorosa, pero cada reflejo parecía distorsionado, como si la luz estuviera atrapada en un espejo roto.
Liora respiraba rápido. Cada paso que daba hacia el agua la hacía sentir más ligera y, al mismo tiempo, más inquieta, como si los latidos del lago se alinearan con los suyos.
Cuando llegaron a la orilla, el temblor se intensificó. El agua se elevó en pequeños hilos luminosos que parecían manos intentando alcanzarla.
Aiden dio un paso delante de ella.
—No te acerques más —ordenó, y la forma en que lo dijo no era un pedido: era una súplica disfrazada de firmeza—. No sabemos qué quiere de ti.
—Aiden —susurró ella, tocando su brazo—. Lo siento. Sé que prometí ser cuidadosa… pero esto no es peligro. Es un llamado.
—Un llamado puede ser una trampa.
—O una respuesta.
El lago se agitó violentamente, como si confirmara sus palabras. Liora avanzó un paso, y Aiden sintió cómo la magia a su alrededor reaccionaba a ella, extendiéndose, reverberando, volviéndose más cálida y más salvaje al mismo tiempo.
Entonces ocurrió.
Una luz azul emergió desde las profundidades, no como un objeto, sino como un recuerdo vivo. Las gotas suspendidas en el aire se unieron formando un símbolo. Un círculo perfecto atravesado por tres líneas curvas.
Liora se llevó la mano al pecho.
—Ese… ese símbolo…
Soren abrió los ojos, horrorizado.
—Aiden, no puede ser.
Aiden apenas podía hablar.
—La Marca de los Custodios Perdidos…
El símbolo que aparecía sólo frente a quienes tenían un destino entrelazado con el despertar de fuerzas primordiales.